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Post by clowdown on Nov 1, 2018 23:02:58 GMT 2
Palabras del autor: Bienvenidos sean todos a la Jungla de Concreto, mi tercer fanfic sobre los yautjas y el primero en orden cronológico dentro de la saga que he desarrollado con el paso del tiempo.
Esta historia es el resultado de largos días de esfuerzo y dedicación, aún no he podido editarla por completo ya que estoy corto de tiempo, así que pueden encontrar en ella errores, faltas de ortografía e inconsistencias de algún tipo que se me han pasado al postearla, agradeceré de todo corazón que me hagan saber de ellas para corregirlas de inmediato, y así, juntos, mejorar la experiencia de leer esta novela. Os advierto que hay contenido violento en ella, sé que está de más decirlo ya que este foro es dedicado a una especie alienígena que despelleja humanos por deporte, pero me sentía en la obligación de decirlo.
Si eres sensible, te recomiendo evitar leerla completa.
Finalmente, les agradezco de antemano que le den una oportunidad a mi pequeño proyecto, y espero que lo disfruten tanto como yo.
SALUDOS CORDIALES -Xavier | Clowdown
PrólogoEl calor era terrible. Abrumado por la asfixiante temperatura en el interior del auto, salí detrás de Schaefer, que llevaba la sobaquera exhibiendo el arma; me pasé un pañuelo en la frente para limpiarme el sudor que no paraba de escurrir. Miré mi reflejo en el parabrisas, por el rabillo del ojo. Ya no estoy en forma como antes, incluso las dietas que empezaba y no toleraba ni un día entero, ni el usar la caminadora de Shari me había ayudado a superar el límite de las dos tallas. Seguía teniendo cuello, no como Loza, de informática, pero mi barriga pesaba cada vez más, y la edad no ayudaba. Volví mi atención resignado al detenido que los dos policías de paisano sacaban del edificio departamental, tenía los bóxers y la camiseta grasienta salpicada de sangre fresca. Vecinos de los edificios aledaños y un par de transeúnetes miraban la escena. Una mujer le cubrió los ojos a su hijo cuando la camilla de los forenses con la víctima salió detrás del homicida. Tartamudeaba algo, que la mujer se la pasaba todo el tiempo viendo repeticiones en la televisión, comiendo hot dogs, bebiendo cerveza rancia y los gatos, el tipo odiaba a los gatos. Las personas simplemente explotaban con el calor. Era mil veces peor que el verano del 87'. Con toda esa contaminación y el concreto hirviendo a todas partes, ni siquiera los poetas podrían haber encontrado bellea en ese disco anaranjado e incandescente. Yo no era ningún poeta. La ciudad ardía, y yo con ella. Incluso cuando salía la luna, era sofocante. Teníamos dos y hasta tres homicidios en cada turno. Anoche habíamos acudido a un tiroteo de zabandijas. Ambos preferíamos estar en el departamento de narcóticos, pero todo se calentó después de que Schaef arrojó al idiota del Cartel de Medellín desde el techo de su apartamento en el Lado Este. A muchos no les gustó, especialmente a esos idiotas de los noticieros que alegaban sobre los derechos humanos. Habíamos conseguido ese día una lista con todos los peces gordos de la ciudad, desde el Bronx hasta Brooklyn. —Me pidió que viera los programas con ella... Y... Algo estalló... En mi cabeza... «Se nota», pensé y miré a Schaefer. El capitán nos había trasladado al Escuadrón de Homicidios agitando su varita mágica porque pensaba que era cuestión de tiempo para que nos cayeran encima con el fin de silenciarnos. Subieron la camilla a la ambulancia y en cosa de cinco minutos estábamos de vuelta en el auto, en dirección a la estación. Esa fue la tarde en la que todo comenzó. Rutinaria, anaranjada, y con un tipo ensangrentado hasta los huesos quejándose de su esposa muerta. Primero recibimos la llamada por la radio. —¿Qué diablos quieres, Bernie? —pregunté, porque Schaefer iba al volante. —Su sospechoso de anoche —tosió con su característica pedantería—, tienen que escucharlo. —¿Dijo algo sobre los gangs de Lamb? —Lo siento, Rasche, pero no podemos hablar de esto por la radio. McComb no ha vuelto a la comisaría así que yo me apresuraba si fuera ustedes. —Entendido, Bernie. Vamos para allá. —¡Oye, Rasche! ¿Ricky Schaefer no ha lanzado a nadie de un quinto piso hoy, verdad? Bernie nunca olvidaba un asunto. Era de esa clase de personas que se sientan a tu lado en el colegio y repiten el mismo chiste hasta el cansancio, y llora si le acercas el puño a la cara. A Schaefer no le gustaba que lo llamaran por el diminutivo de su nombre. Él no era como yo, oh no, Richard Schaefer era unos veinte centímetros más alto que yo, rubio, y sus idas al gimnasio lo coronaban como el policía más musculoso de la estación. Sus ojos azules parecían no parpadear jamás. Me veía por el retrovisor cuando nos detuvimos en un semáforo. Llegamos a la base y depositamos al loco del día en prisión preventiva (menuda estupidez), le tomaron unas cuantas fotos y subimos a la sala de interrogatorios en el ascensor. Por mí hubiera usado las escaleras pero... —¡Schaefer, Riggins! —nos saludó Bernie cuando las puertas se abrieron frente a nosotros. Era pelirrojo, demonios, nunca imaginé que lo extrañaría después de su asesinato a manos de esos bastardos... —McComb todavía no llega —salimos detrás de él y lo seguimos, llevaba un par de documentos bajo la axila y ese ridículo traje de monigote que seguro había tejido su madre. El aire acondicionado no funcionaba en ese piso. —¿Ya nos dirás qué fue lo que dijo? —cuestioné ante la negativa de Schaefer por hablar hoy. —Espera un poco —sonrió—, no me digas que el viejo Rasche Riggins ha llegado hasta donde está sin paciencia. Nunca entendimos su sentido del humor, ni Schaef ni yo. En cambio, todo mundo hubiera sido capaz de dejar lo que estaban haciendo, aunque fuera de vida o muerte, por escuchar una de sus anécdotas. O éramos muy amargados, o el resto eran muy idiotas. Llegamos con el sospechoso, estaba del otro lado del cristal, y fingía poder ver a través de él. Como dije, la noche anterior hubo un tiroteo en un edificio, y habíamos atrapado a un pillo que intentaba alejarse caminando tranquilamente. Era él, Lionel sin apellidos, ni identificación, ni antecedentes. Era solo un adolescente. En el fondo me preguntaba si ya habría cumplido los veintiuno. Bernie entró con nosotros. —Y bien... —dijo haciéndose en rudo con una mano en la cadera— ¿Tienes algo que decir? Pero Lionel sólo se agachó, y no abrió ni los ojos. Podría jurar que esa noche lo vi llorar. Llevaba una camiseta de los Bulls de Chicago, tenía varias pulseras artesanales en los brazos y el tatuaje de un rayo a los Harry Potter. Sus ojos eran inusualmente verdes. Se drogaba, y se notaba a leguas. Aunque insistió, lo amenazó, y gritó, Bernie no consiguió sacarle nada. Decepcionado, nos miró con las mejillas rojas y le propinó una bofetada a Lionel. Si McComb no hubiera llegado tal vez podríamos haberle sacado algo. Cuando nos fuimos, Schaefer se despidió de Bernie —pues se quedaba de turno hasta media noche— y éste lo tomó como burla, pero no. Yo conocía a mi amigo, y era una despedida empática. Salimos, subimos al auto y desconectamos la radio por un instante. Esta vez yo conducí hasta que el letrero de Bruno & Bud's Bakery apareció frente a la luna delantera. Como de costumbre, nos turnábamos para ir. Un día cada quien. Me tocaba a mí. —¿Quieres un panecillo? —pregunté husmendo en mi billetera. —No, gracias —dijo Richard sacando el codo por la ventana, sacó su cartera del bolsillo y me entregó los billetes—. Que no le escupa al descafeinado. Sonreí y bajé en dirección al local. Las luces de la calle estaban todas encendidas, un par de mujeres en top fumaban a un lado de la puerta hablando sobre un noséqué que había violado a alguien nosécuándo. Entré haciendo sonar la campana, dentro había tres mesas ocupadas y una vacía, en la barra una de las empleadas nuevas me saludó. Nadie prestaba atención al televisor. Me recargué de la barra mientras esperaba. —Peter Weyland se reunió hoy con su madre Yutani en la nueva sede de Industrias Weyland-Yutani para conmemorar el aniversario luctuoso de Charles Bishop Weyland en un viaje vacacional a la Antártica. Dejé de prestar atención cuando empezó ese programa nocturno de Los Más Buscados. —¿Quiere panecillos para los dos? Asentí. Aunque Schaefer no quería, de ese modo yo podía comer, y doble. Cuando salí del local cargando la bolsa de papel y los dos vasos, él estaba recargado del coche mirando fijamente el cielo, con aire distante, perdido. Tenía las mangas de la camisa subidas casi hasta los codos, se había quitado la sobaquera y con la cabeza levantada se alcanzaban a ver retazos de una barba. —¿Para qué consume la gente esos narcóticos? —pregunté caminando hacia él—. Si con solo una taza de café de Bud se puede sentir igual de mal, yo creo que... —ni siquiera me miró, no entendía—. Oye, la Tierra llamando a Schaefer. Sé que todo el día hasta estado callado pero... —llegué a su lado— ¿Qué demonios estás mirando? Me miró fijamente y a la bolsa con panecillos. —Las estrellas. —dijo. —Sí, claro —observé también el cielo, sin nubes—. Se ven preciosas con tanta contaminación. —devolvió la mirada al cielo—. Basta, me estás poniendo nerviosio. Entonces dijo algo que tampoco entendí. —Hay algo diferente en ellas. En eso, sonó mi teléfono móvil, le di la carga y entramos rápidamente al auto. Era Bernie y suspiré de cansancio antes de descolgar. —¿Qué quieres ésta vez, Bernie? Pero él no respondió, quien lo hizo fue nuestro chico: Lionel. —...eron ellos, no fueron ellos —exhaló, por lo visto Bernie lo había conseguido—. Lo que vi no era humano, y comenzó a matar a todos como si fueran animales... Estaba oscuro y había muchos disparos pero sé lo que vi, y era un cuerpo traslúcido, un fantasma o algo así, maldición... Lionel jadeó agotado, estaba asustado, y no lo culpo. —¿Contento, señor? —Claro que sí, muchacho. —afirmó Bernie, notablemente acercándose el teléfono. Obviamente no le creí, el jovencito era un criminal juvenil, casi seguro iba a dar afirmativo en el anti-doping y sus padres inexistentes jamás llegarían. Pero Schaefer parecía considerarlo, no sé bien por qué y no se lo pregunté jamás. ¿Cómo iba a distinguir yo el pequeño cambio en la ubicación de las estrellas? ¿Quién se hubiera imaginado que una maldita nave alienígena estaba sobre los rascacielos aquella noche? Al menos yo no.
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aipkeeena
Honorable Moderator
el dia que termine el fic , dejare mi mayor legado en ésta vida
Posts: 4,211
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Post by aipkeeena on Nov 6, 2018 7:28:52 GMT 2
vaya da gusto leer nuevas historias en ésta seccion x3 , se bienvenido
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Post by clowdown on Mar 4, 2019 22:28:43 GMT 2
Capítulo 1 Se dirigían a una escena del crimen. Eran pocos los detalles que su superior McComb le había dado respecto al caso, pero evitaban juzgar a quien capitaneaba la NYCP en pleno apogeo del verano. El calor transpiraba de las calles, de los edificios, el asfalto parecía cobrar vida en la noche. —¿Ya leíste? —preguntó Rasche, se rascaba la barbilla con la misma mano que había sujetado el periódico— “Carniceros Satánicos en la Ciudad”, hamburguesas con cuernos y forma de pentagrama en pan de muerto. Yo creo que… Se encendió la luz verde y el coche avanzó entre la molesta cacofonía de cláxones de los paranoicos; su compañero tenía los ojos fijos al volante, era alguien definitivamente imposible de distraer. Silencioso. —Oye amigo, dime algo. No has abierto la boca desde que salimos de la comisaría. —Algo anda mal. —dijo—. Se siente algo extraño en la ciudad. —Es como decir que el ácido sabe raro. —contestó Rasche—. Estamos en Nueva York ¿O ya se te olvidó, Schaef? Sin decir más, Schaefer pisó el acelerador. Seguían sin comentar nada respecto a la inquietante confesión de Lionel. Lo mejor era suponer que se trataban de los delirios de un adolescente bajo efectos de los cigarrillos con carga blanca que la pandilla de Carr distribuía por toda la ciudad. Cuando llegaron a su destino, una planta empacadora de carne y sus derivados propiedad de Jeffrey & Mitch Inc., tuvieron que aparcar el Nissan Tsuru cerca de un olvidado callejón lleno de contenedores para basura de los edificios departamentales cercanos. Se escuchaba en llanto de un bebé en uno de los pisos con las luces encendidas, mientras que en el resto imperaba en silencio apenas cortado por el ruido de los autos. El piso estaba húmedo y reflejaba las estrellas que Richard volteó a ver una vez más. Dos policías con traje de paisano estaban custodiando precisamente una puerta lateral de la planta ubicada al lado de uno de los contenedores. Al fondo, un vagabundo husmeaba dentro de una mochila negra con los ojos discretamente inclinados, fingiendo no verlos. Ambos detectives de homicidios mostraron sus placas a los custodios y uno de estos llamó al interior con los nudillos, y esperaron unos pocos segundos antes de que la puerta se abriera desde dentro con un chirrido molesto como las uñas en una pizarra. Un hombre que no llegaba a la treintena, uniformado y con tirantes, los recibió con un ademán muy europeo y los invitó a pasar al oscuro interior cerrando la puerta detrás de ellos. Era casi tan alto como Richard, y tenía el cabello completamente blanco y engominado; sin embargo, lo que más llamaba la atención de él era su ojo derecho, nublado y surcado por una vieja cicatriz vertical que la caía desde la ceja. —Así que ustedes son el detective Riggins y Schaefer. —los saludó extendiendo la mano. —Suena a programa de TV si lo dice así. —repuso Rasche respondiendo el gesto. El sujeto se los quedó viendo, como si intentara procesar lo que aquel detective de baja estatura, bigote y una calva incipiente como su barriga, acababa de decirle. Pasaron unos incómodos segundos que parecieron eternos antes de que reaccionara y chasqueara los dedos haciendo que un oficial oculto hasta el momento encendiera las luces revelando que estaban en una especie de sala de descanso para los trabajadores. Había un áspero olor a sudor revuelto con amoníaco flotando en el aire, bajo las luces blancas como de hospital. —Lo que nos importa está allá arriba, detectives. —señaló con voz más baja y lenta, se dio vuelta haciendo rechinar sus zapatillas de deporte blancas y caminó hacia el fondo de la sala de color hueso. El policía que había encendido la luz tenía dos compañeros de blanco alrededor suyo, que fotografiaban cuanto podían y ni siquiera los voltearon a ver. —¿Qué hacen ellos aquí, entonces? —preguntó Richard mientras veía los círculos blancos en el suelo, que rodeaban gotas de sangre que cada vez se volvían más marcadas y erráticas. Encontraron un par de casquillos en el camino. —Ya entenderá, Riggins, cuando subamos. Ninguno se molestó en corregirle diciendo que el rubio era Schaefer. —Nuestro hombre en cuestión fue atacado inicialmente allá arriba, pero bajó intentando escapar y por lo visto lo acorralaron. —continuó mientras los guiaba—. Intentó defenderse, pero… carajo, no funcionó. Llegaron hasta una puerta que tenía pegado el logotipo de unas escaleras en la parte superior central. —Así que volvió a intentar subir. Dejándonos algo de evidencia en la pared. Cuando abrió la puerta, Richard pudo ver a lo que se refería el del ojo ciego. Unas largas manchas de sangre todavía rojas hechas con la mano herida de un desesperado tratando de salvar su vida. Esas mismas marcas eran parecidas a las que Richard veía en las películas de terror clase B de su infancia. El escenario era sobrecogedor en las estrechas paredes que no dejaban subir a más de uno por su tamaño. —¿Cómo no sirvió disparar allá abajo? —cuestionó Rasche desde atrás—. Las distancias eran muy cortas. —Yo tengo una mejor pregunta, detective. Pero ya la verá en breve. —suspiró desde el frente. Arribaron a un pasillo largo, sombrío, y de color gris, con casilleros cerrados que se extendían hasta perderse en la penumbra, que enmarcaba la luz de una ventana opaca hasta el fondo. Richard recordaba haber visto pasajes similares cuando la luz se iba en la cabaña de sus abuelos, durante la época de tormentas eléctricas. Tenía que bajarse de su litera descalzo y despertar a su hermano mayor, Dutch, en las noches porque le costaba dormir sin la luz del exterior encendida. Cuando iban juntos, con la linterna de baterías, al cuarto de sus padres que siempre tenía la puerta abierta, se veía algo parecido a lo que estaba frente a él ahora. Excepto porque la linterna no era de su hermano, sino del policía del cabello gris; porque la puerta abierta a la que caminaban no era de la recámara de una cabaña. Y sobre todo porque dentro no estaban sus padres. Rodeado de cajas de madera con sellos de salubridad, en el frío vapor de la refrigeración, sobre el piso húmedo de sal, y bajo las luces púrpuras colgaba un cadáver. Rasche abrió los ojos como platos y se cubrió la nariz cuando vio los restos de piel que estaban en el rincón del habitáculo, ensangrentados y todavía con trazas de pelo y ropa. El cuerpo despellejado pertenecía a un hombre, del cual quedaba solo la musculatura expuesta, rojiza y goteando sangre por los ojos y la hendidura en el vientre. —Mierda. —espetó Rasche viendo la boca abierta con una expresión de terror que guardaba la víctima. —He ahí otra pregunta interesante. —dijo su guía apuntando con la lámpara al cuello del desollado—. Si le arrancó la piel vivo ¿Por qué dejar el rostro casi intacto? “Tiene razón”, pensó Rasche acercándose un poco. —Por favor, detective, no pise ahí dentro. El forense tendrá que hacer mucho trabajo. “Entendido”, aguzó la mirada… la expresión de Schaefer era tan fría como el aire que salía del interior… cuando la luz de la linterna dio justo en la cara del miserable hombre, pudo comprender por qué Richard permanecía de tal forma. —Dios mío, Schaef… —musitó Riggins retrocediendo—. Es el hijo de Lamb. Y estaba en lo cierto. —Creo que los titulares de mañana van a tenerlo en la primera página. —bromeó el del cabello gris soltando una grotesca carcajada. De las bandas de mafiosos que se disputaban la ciudad, las dos más fuertes eran las lideradas por Lamb y su familia de criminales educados a la antigua, con trajes y estrechas relaciones de extorsión y corrupción dentro de las diferentes corporaciones de policía de la ciudad, comprando del mercado internacional mercancías y usando armas sofisticadas y discretas. Su rival, Carr, era el jefe de la que se autoproclamaba la pandilla más peligrosa de todo el estado. Y evidentemente iban a culparlo. —Se va a desatar una guerra de pandillas si esto sale a la luz. —dijo Rasche—. Todo Brooklyn, Manhattan y el Bronx van a arder. Richard se alejó intentando sopesar sus alternativas, caminó lentamente hasta la ventana y miró al exterior a través de ella… pudo ver las luces de una patrulla aparcándose. McComb acababa de llegar. Pero entonces, sobre el edificio del frente, vio algo más... desapareciendo…
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Post by clowdown on Mar 4, 2019 22:37:53 GMT 2
Capítulo 2
—¿Qué estás viendo, Schaef?
—Rasche se acercó a su espalda.
—Hay algo ahí afuera. —dijo Richard mirando fijamente a la silueta que estaba de pie, quieta, fría...
—Seguramente solo es el calor... —hizo un mohín y le dio una palmada en el hombro a su compañero.
—Su amigo tiene razón, detective. —afirmó el del cabello gris mientras su radio crepitaba en el cinturón, la tomó—. Las ondas de calor pueden ser porque los edificios tienen calefacción.
«¿En serio? —se preguntó Richard— ¿Alguien enciende la calefacción con treinta y tantos grados?»
—Ricky, me estás poniendo nervioso otra vez.
—No importa. —se dio media vuelta, su acompañante estaba hablando en voz baja por la radio, la voz del otro lado sonaba exaltada y nasal.
—Detectives —les dijo finalmente al quitarse la radio de cerca, sacó su teléfono móvil del bolsillo y lo desdobló iluminando la sombría cicatriz de su ojo—, he informado a la comisaría los parámetros del caso, y los forenses están justo aquí abajo ¿Les parece si los dejamos trabajar?
—Claro.
Bajaron por las mismas escaleras, entre sombras y luces halógenas. Richard estaba preguntándose bastantes cosas a la vez, dudando, cuestionando. Intentando recrear todo lo que fuera posible.
El individuo había bajado las escaleras a toda velocidad, y justo cuando llegó a la planta baja, fue interceptado por su asesino... Y le disparó.
—¿De qué arma son las balas? —inquirió con voz más gruesa de lo normal.
—De una Uzi. —el policía se encogió de hombros sin comprender muy bien la pregunta.
Rasche levantó las cejas. Conocía perfectamente a su amigo, y su voz ligeramente engrosada siempre era señal de algo, y más con su rostro distante, pensativo. Seguramente parecido a la mirada de un capitán pirata en dirección a un huracán.
Las Uzi eran armas poco precisas pero de alto rango y ráf*gas potentes, su cadencia era respetable y sin embargo... El asesino había sobrevivido a ella y todavía más, logró desollar vivo al hijo de Lamb.
—Como ya se imaginarán McComb ha pedido total confidencialidad sobre el caso, nadie, ni la prensa debe enterarse de esto ¿Ok?
Media docena de forenses estaban empezando a trabajar abajo. Caminaban como perdidos.
—Señor Archer —exclamó uno de ellos acercándose al de cabello gris—, necesito hablar con usted...
El aludido asintió formando con sus dedos un gesto que le indicaba debía esperar un poco. El forense le agradeció formando un abrazo con los brazos y se hizo a un lado mientras pasaban en el mar de luces y el sonido del flash de una cámara.
Archer los acompañó hasta la salida con su extraña forma de caminar.
—Van a tener mucho trabajo aquí —comentó rascándose la nuca— ¿Alguna idea de quién pudiera ser nuestro asesino? Aparte de la obvia, claro.
—El hijo de Lamb era prácticamente desconocido. —añadió Rasche.
—¿Y adónde irán ahora? —inquirió Archer mirándolos fijamente.
* * *
Salieron al exterior del callejón iluminados por la luz giratoria de una patrulla con la sirena en silencio, el destello azul y rojo alternándose le resultaba despreciable y molesto a Richard. Se preguntaba quién diantres había tenido la idea de ponérselas...
Un hombre de baja estatura y aspecto raquítico, con piel blanca como la leche, estaba bebiendo una tónica recargado al lado de la patrulla, les indicó con el dedo que se acercaran. Era John Manson, lo conocían de lejos, igual que casi todos.
—¿Es cierto lo dicen? —se les acercó hablando en voz baja.
Schaefer negó con la cabeza ligeramente divertido por la ingenuidad de Manson.
Rasche respondió con él.
—Ya conoces las reglas de McComb, compañero —le dio unas palmaditas en el hombro—; suerte limpiando, hay trozos de piel por todos lados. —sonrió.
John casi se atragantó con la tónica cuando Richard le dio una palmada brutal en la espalda, el rubio no medía su fuerza para nada y siempre hacía lo mismo. Una vez lo había estrechado la mano y por poco terminó como un yeso. Tosió y en el proceso escupió la bebiba que conservaba en la boca.
—¡Oh, con un demonio!
—Manson no me da buena espina. —dijo Richard mientras su compañero castaño giraba las llaves del Nissan Tsuru color gris con placas de Manhattan.
—¿Por qué lo dices? Schaef, hoy has estado muy sospechoso, primero con el asunto de las estrellas y todas esas estupideces metafísicas —encendió las luces frontales—. Además, Manson es como la rubia estúpida de las películas, no sé por qué McComb no lo manda a manosearse a otro lado.
Schaefer sonrió, para sorpresa de Rasche. Era extraño que su amigo demostrara alegría en sus expresiones faciales.
—Oye, Schaef ¿Eres feliz?
—Sí. ¿Por qué?
—Casi nunca sonríes.
—¿Si a una persona le quitan los labios ya no puede ser feliz?
—Odio tus argumentos perturbadores. —giró el volante buscando un espacio para meterse en el tráfico—. Supongo que vamos a ver a nuestro chico ¿Verdad?
Se refería a Lionel, si alguien podía tener idea de quién estaba relacionado en el asunto era él.
Y el modus operandi era la clave. En el caso de Lionel uno de los yonquis asesinados en el confrontamiento fue hallado despellejado de un modo similar al del hijo de Lamb.
El detective asintió.
No podía dejar de pensar en la silueta antropomórfica que había visto en el techo del edificio del al lado y en las implicaciones de ello. No era la clase de hombre que alucinaba cosas.
Entonces se le ocurrió algo.
—Da la vuelta. —comandó mirándolo fijamente.
—¿Qué?
Richard habló con voz clara. No pensaba recibir un «no» por respuesta.
—Vamos a ver a Crowell.
* * *
La familia de Lamb se había derribado cuando su informante en la policía les notificó el asesinato de su hijo, el susodicho, ataviado con un elegante saco de frac se quitó las gafas y las lanzó al suelo mientras aguantaba el llanto frente a sus hombres.
Les ordenó con voz cortada que se fueran de su casa, incluidos los guardaespaldas...
Cuando el azote de la puerta lo dejó en la soledad, se puso las manos en la frente y gritó, gritó desde el estómago, gritó hiriéndose la garganta mientras su esposa se lamentaba afuera sosteniendo los oídos de su otro hijo, de cinco años, que lloraba incosolablemente.
El mafioso pudo sentir un nudo en el cuello asfixiándolo.
Entonces su mujer entró. Lo miró con ojos embravecidos y mandó a su hijo a dormir.
Lamb le dio la espalda y miró por la ventana apretando los puños.
—Sé lo que dirás... —suspiró volviéndose lentamente bajo las siniestras luces amarillas.
Pero cuando vio el rostro de ella, solo notó una mirada maniática, una rabia contenida en los dientes que chirriaban, un destello de locura visceral y asesino, oscuro y palpitante como gusanos retorciéndose en su corazón.
—Tienes que matarlo... —masculló entre lágrimas de muerte—... Quiero... Quiero que tortures músculo por músculo y le arranques la carne a quien le hizo esto a mi hijo —su voz era contundente y le apuntó con el dedo como si fuera un cuchillo— ¡Yo quiero su cabeza!
* * *
Loy's Pizza & Bar estaba cerrado a esa hora.
Había un Starbucks cerca del local cuya entrada presumía unas luces flourescentes capaces de devolver el tiempo a cualquiera se parara por ahí en la noche, con su eterna música jazz, floxtrot y charleston, en especial los fines de semana cuando la rocola ponía el rock de los años 50.
La solitaria calle se encontraba asesiada por una brumosa niebla nocturna y misteriosa, tibia e industrial, de cuando en cuando un auto pasaba cerca del Tsuru aparcado con las luces apagadas.
J. A. Crowell era el dealer más popular de esa zona de la ciudad, se le reconocía especialmente por ña variedad de sustancias que vendía, desde las más económicas como el crack importado, hasta los más exóticos compuestos que los cárteles mexicanos le surtían a su jefe.
Su aspecto era más discreto que el de su líder directo, llevaba escasas perforaciones y su cabello chino y barba hacían que fácilmente lo tildaran de cualquier extrovertido alumno de alguna escuela de arte o teatro.
Ahora, con la mano del detective Richard Schaefer cerca del cuello empezaban a subírsele los colores al rostro.
—Dijiste que ibas a dejarme operar... —chilló intentando retroceder en la oscuridad de la pared a la cual no daba ninguna luz de poste.
—Solo queremos un poco de información. —sentenció Rasche que jugaba con su revólver, detrás.
Crowell gimió desesperado por respirar sin que le apretaran el cuello laserándole el interior de su garganta fumadora.
—Les dije todo lo que tengo... Lo juro, Carr nunca estuvo interesado en el hijo de Lamb —tosió—. No está en los planes del jefe...
—¿Crees que dice la verdad, Schaef?
«Por supuesto que dice la verdad». Si Crowell era observador y no se equivocaba, el asunto era más de lo que estaban sospechando. Y era cuestión de tiempo para cualquiera de los dos bandos se enterasen y luego...
Luego estallaría el infierno.
* * *
Por parte de su teniente, que lo despertó de su ensoñación con tabaco y hierba, Carr recibió la invitación de Lamb a una reunión por la pacificación de ambas bandas.
La trama era sospechosa y le inquietaba que se tratase de una emboscada para liquidarlo y robarle su mercancía. Aquello le resultaba casi seguro.
Carr medía poco menos de dos metros, su cabello naranja hacia atrás acababa en una larga coleta que le caía en la espalda media.
Llevaba dos pendientes de oro y plata en cada oreja, y un piercing dorado en la nariz bastante grande.
Algo había pasado y él no lo sabía.
Así que le ordenó a su teniente que respondiera a Lamb que se reunirían, pero mañana al anochecer.
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Post by clowdown on Mar 4, 2019 22:45:55 GMT 2
Capítulo 3 Sus abuelos habían obtenido la nacionalidad estadounidense a final de los sesentas. No solía encender el televisor, pero hoy era una pequeña excepción. Recién salía de la ducha fría, y abrió una lata de atún mientras cambiaba canales y exploraba la larga lista del servicio de cable. Su cuerpo tenía escasas cicatrices, de hecho, las pocas marcas eran dignos recuerdos. Richard Schaefer solía mirar al espejo la herida de bala que conservaba en el abdomen, era pequeña. Estaban pasando una película francesa, sobre Edith Piaf, y detuvo el canal justo ahí, subió el volumen y escuchó atentamente mientras devoraba la tostada con atún con una mano y con la otra hojeaba las fotografías con los pormenores del caso, que Archer les había enviado por correo y Schaefer había impreso y puesto sistemáticamente en un folder amarillo haciendo anotaciones con el bolígrafo alrededor de las fotos. Por la mañana había charlado con su amigo, Rasche, que coincidía con él en la inocencia de la banda de Carr. El asesino era experimentado, con tácticas militares, pesado y alto, y parecía ser un criminal solitario. Los forenses no habían encontrado fibras, huellas o rastros de fluidos que pudieran inculpar a alguien, había cabello, pero el ADN del portador no aparecía en ninguna base de datos, ni del FBI, ni la DEA. El asesino era bueno haciendo su trabajo. Levantó la atención a la pantalla, ignorando por completo los subtítulos. Su francés estaba algo oxidado, el tiempo y la falta de alguien con quien mantenerse tibio en el idioma, se encontró un par de palabras que no reconocía. Por la ventana de su pequeño departamento se veía al cálido atardecer en la ciudad, los anaranjados rayos de luz difuminándose entre los rascacielos, sobre la marea de automóviles. Su modesto apartamento era demasiado austero, conservaba en un estante todos los libros que lo habían acompañado en su infancia. Agarró el lomo de uno mientras masticaba, era uno de Agatha Christie. Sintió resequedad en la garganta y fue al refrigerador plateado, lleno de bebidas proteicas, unos Nuggets de pescado, un filete de salmón con la etiqueta de Walmart, y algo de yogurt. Había acelgas en el cajón del fondo. Sacó un suplemento sabor vainilla y se lo bebió en seis tragos. Los noticieros no habían soltado una sola palabra sobre la muerte del hijo de Lamb, eso era buena señal. Por lo visto McComb se guiaba por la idea de que, si no era posible detener el huracán, la mejor alternativa es retrasarlo el mayor tiempo posible. McComb, cuyos orígenes africanos eran claros y los presumía de vez en cuando por a casta guerrera a la que perteneció su tatarabuelo, había ordenando y discreto despliegue en busca de acelerar el proceso de captura de ambas bandas. Cada segundo corría más peligro de que ambos grupos tomaran las calles… y eso… eso iba a traerles todavía más trabajo. Sorprendentemente hoy tenían poco trabajo. Se metió bien seco en el traje de turno, doblándose las mangas y llevando el molesto saco en el hombro, listo para iniciar el turno. No le había comentado nada más a Rasche sobre lo que había visto en el techo. *** El edificio era viejo, de antaño, con surcos en el concreto por la edad, como rompiéndose, como desmoronándose. Hueco y vacío, una cueva de alimañas ocupada de punto de reunión para las congregaciones del bajo mundo, a veces de bodega, a veces de escondite, una que otra vez como casa de seguridad. Hoy fungiría como el punto de encuentro entre él y sus rivales. Lamb se sirvió otro trago de vodka, de una botella que sus socios rusos le habían regalado en un trato que le había dejado paga suficiente para lo que haría hoy, y es que a los rusos les gustaba el pago en especie, el pago con armas. Eso lo diferenciaba de Carr, que se surtía con los mexicanos, y era reverendamente obsceno. Sí, planeaba matarlo, por eso llevaba una fría Colt cargada detrás, lista para ser tomada y dispararle al malnacido en medio de las cejas. La noche estaba cayendo, y no le gustaba que Carr hubiera propuesto el lugar como punto de encuentro. Pero el imbécil había accedido creyendo en la mentira de Lamb. Hoy no se firmará ningún pacto de paz, aunque les convenía dado que los centroamericanos tomaban control de cada vez un número más peligroso de plazas. Hoy iba a vengar el asesinato de su hijo. Vestía un traje negro, de corte a la medida, y su olor era embriagante, mezclado con el del licor. —Señor Lamb —lo llamó uno de sus subordinados—, Carr acaba de llegar, está abajo y su actitud… es la de siempre. Y viene con cuatro hombres. —Perfecto —miró a los cinco hombres suyos que estaban alrededor, aparentando ser centinelas, asintió a todos y cada uno—, quiero que estén listos cuando llegue el momento. Todo mundo guarde sus armas, listas. Se volvió hacia el informante. —Que lo hagan pasar. —Avísale a Lamb que acudimos a su llamado para hacer las paces. —dijo Carr al guardia de la puerta, justo cuando otro salió de ésta y le susurró algo al oído. —Pueden pasar. Carr llevaba la típica coleta pelirroja suya, sus ojos terriblemente verdes brillaban como el pendiente que traía en la nariz. Era de cuello ancho y musculado, vestía una camiseta blanca por el calor y cargaba una pequeña escopeta en una funda larga del lado de su pierna derecha, sin discreción alguna. Sus cuatro acompañantes tenían un aspecto no menos gentil. Los tatuajes eran visibles en el cuello, uno llevaba un sombrero café y atado un pañuelo rojo en el cuello, fumaba; otro tenía un anticuado mohicano, otro era calvo y el más alto de todos, al final, uno de baja estatura y vestido de cuero usaba el cabello largo y un corte en la mejilla, motociclista. Subieron escoltados de frente y por atrás por los dos vigilantes. Había cajas con cargamento importado iluminadas por la luz del foco amarillo que colgaba del techo, meneándose con el ir y venir del aire, sentado plácidamente en una de ellas, estaba Lamb, con un maletín en el suelo, a un costado suyo. Carr no lo dejó saludar y tomó el control sin rodeos. —No tenemos nada de qué hablar, Lamb. —Te equivocas, Carr. Hay muchas cosas que debemos discutir. —sonrió con formalidad, intentando contextualizar hacer que sus visitantes bajaran la guardia—. La policía está acabando con nosotros, poco a poco. Y lo que queda, lo eliminamos nosotros en esta estúpida guerra de pandillas. —guardó silencio mientras el pelirroja cruzaba los brazos—. Ambos perdemos muchísimo dinero de nuestras operaciones en las calles. Y los colombianos no tardan en aprovechar esto para quedarse con todo. El tipo del sombrero estaba demasiado acalorado, se acercó a la ventana abierta que estaba al fondo y se sentó en el marco de ésta, sintiendo el aire en la espalda. —¿Y qué sugieres Lamb? Entonces, el aludido levantó la mano exhibiendo su Reloj Rolex, e hizo una señal con el índice poniendo alerta a la banda de Carr. Pero entonces, para su sorpresa, los gorilas en traje de Lamb dejaron caer las armas que llevaban en las manos. El líder se agachó y tomó el portafolio mirando al tatuado con aire empresarial. —Si nos unimos podemos sacar a los colombianos del juego, ganaríamos mucho más de lo que imaginas, fijar los precios, los sobornos a la policía… uno de mis halcones en la comisaría me ha informado que han intensificado el operativo para detenernos, quieren que la sangre corra desde esta noche. Y los colombianos ganarán si nosotros nos liquidamos mutuamente. —dio unas palmaditas al maletín—. Aquí adentro está una muestra de mi disposición, una suma importante que te hará considerar la propuesta. Carr estaba sorprendido, dibujó una pequeña sonrisa macabra en su labio y sonrió. Tres puntos rojos aparecieron en la espalda del sujeto con el pañuelo, éste se dio cuenta y supuso que era una mira láser. Algo se movía afuera… —¿Qué demo…? —Hay un pequeño problema, Lamb. —extendió los brazos elevando su tono de voz—. A mí los colombianos me importan un rábano, y tampoco estoy muy interesado en aumentar mis ganancias uniéndome contigo y tus monos trajeados. —¿Quién rayos está allá afuera…? Un destello de luz apareció de la nada, y una ráf*ga azul atravesó por completo el cuerpo del segundo de Carr, se levantó en el aire por el impacto soltando un grito mientras su caja torácica explotaba, se le abrieron las costillas dejando un enorme agujero sanguinolento en el pecho, las gotas de sangre cayeron al piso al mismo tiempo que él. Completamente muerto. —¡Es una trampa! ¡Lamb trajo francotiradores! Todo mundo apuntó sus armas al bando opuesto, los de Lamb llevaban un segundo equipamiento en los trajes porque sabían que iba a suscitarse el enfrentamiento. Se quedaron así unos segundos, apuntándose frente a frente. —¡Deben ser los colombianos! —exclamó Lamb indicando a Buck que alguien revisara el exterior de la ventana. Buck, que llevaba un saco negro, se acercó con una ametralladora al marco, silencioso, nadie hablaba, todo mundo estaba a la espera de que hubiera alguien ajeno afuera para matarlo, o que Carr tuviera razón para acabar con la cabeza de la familia de Lamb de una vez por todas. Buck no veía nada en la oscuridad del exterior, escuchaba autos, alguno que otro a lo lejos, y la humedad, pero frente a él solo un… “¿Qué mierda es eso?” —¡Carajo! —gritó. Lo succionó una voraz fuerza invisible afuera, tirando la ametralladora, lo agarró del cuello y un chorro de sangre salpicó, lo sacó por completo y lo elevó seguramente metiéndolo por la ventana de arriba. Era grande. —¡Abran fuego! —ordenó Lamb. Todo mundo obedeció, su volvieron a la pared donde estaba la ventana y comenzaron a disparar sin apuntar a ningún objetivo en específico. Durante esos segundos todo el sonido que se pudo escuchar fueron las continuas llamaradas de balas, tiro tras tiro, descarga tras descarga, ensordecedoras, y el muro colapsando, rompiéndose, el concreto fragmentándose y volando en pedazos. Hasta que se quedaron sin balas. Todos quedaron callados, esperando, observando, atentos a cualquier cosa que pudiera moverse en el exterior. —Bueno… —se carcajeó Carr mirando el panorama de la lejana urbe moderna—, al menos dejamos una bonita vista. Ahora sí, Lamb —dio media vuelta para ver—, en cuanto a ese estúpido tratado de… ¿Dónde estás? Lamb apareció en la oscuridad con la Colt cargada en la mano, era el único que no había vaciado el cartucho. Estaba enloquecido, el odio impregnaba sus ojos y no vacilaba, nadie se movía, ni siquiera su equipo. —Ningún tratado, Carr. Lo que hiciste con mi hijo fue tu sentencia de muerte. —¿Hijo? ¿De qué mierda estás hablando Lamb? Pero no respondió, solo jaló el gatillo. Carr gritó llevándose la mano al brazo herido. Cayó al suelo sentándose, evitando desangrase. —¡Mátenlo! —¡Alto! —los interrumpió el que iba vestido de cuero— ¿Qué es esa cosa? Todos, incluso Lamb, clavaron su atención en aquello que señalaba el motociclista… Era una mano sosteniéndose de los restos de la pared. Las garras sobresalían de una especie de guante negro, piel amarillenta. —Un idiota que creyó que era Halloween. —susurró Carr abriendo los ojos como platos—. Recarguen y hay que llenarlo de plomo. *** Rasche conducía, con su vaso de café de Bud en la mano, bebió y lo dejó en el portavaso. —Creo que Shari ha estado saliendo con ese oficinista del que te hablé, Schaef, los niños creen que a él le gusta. Richard guardó silencio en respuesta, su amigo recibió la intensa mirada del rubio. Eso le agradaba de Schaefer, a veces su simple mirada le decía más que los discursos de todo mundo en la comisaría. Exigiendo una respuesta. —Entiendo que hemos tenido que trabajar horas extra este verano, pero, por Dios, estoy todas las navidades y cumpleaños sin falta, y cuando no tenemos doble turno hay papeleo y casos que debemos gestionar, cerrar o pasarlos a otra unidad… La mirada seguía siendo la misma. —¡Por Dios, Schaefer! No dudo de Shari, y sé que no es de mi propiedad y que se la vive encerrada haciendo mil y una cosas, pero… si hubiera sido con sus amigas tal vez… Richard inclinó la cabeza, Rasche Riggins suspiró. —Y cuando yo voy no la llevo a salir, pero estoy tan cansado maldición, y me la paso en pijama y los niños casi me hablan de usted… ¿Crees que deba hablar con ella? También tiene derecho a salir… Schaefer asintió, sonriendo. La radio los interrumpió. —Todas las unidades disponibles, reportan disparos en la esquina de Beckman y Waters. Llegaron poco después, ya había tres patrullas en el lugar, y los oficiales estaban afuera, un grupo de policías atendía el estrés natural de los vecinos congregados en la acera del frente. Todo mundo rodeaba de cerca el edificio abandonado de cinco pisos; el oficial en jefe, con la placa a nombre de J. Simmons, se pasó un pañuelo en la cara secándose el sudor. Estaba cansado y su cuerpo con sobrepeso no lo disimulaba muy bien que digamos. —Lo siento, detective Schaefer, tengo órdenes directas de McComb para no dejar pasar a nadie hasta que llegue. Un par de policías estaban recargados de su vehículo al fondo, uno tenía la radio con el cable extendido a su máxima capacidad, no le importaba jalarlo hasta afuera, no pensaba meterse a ese coche con el calor de las sirenas encendidas sobre su cabeza acentuando los casi 30 grados centígrados, hablaba lenta y fluidamente mientras enlistaba cada cosa y su compañero le decía que sí con la cabeza. —Hasta ahora solo hay cargos por disparos de armas de fuego dentro de los límites de la ciudad… eh… alterar el orden público… Un cristal se rompió en el quinto piso justo sobre él, y un cuerpo salió volando despedido del interior, gritando y agitando los brazos. —… escandalizar sin permiso… —dictó. Su pareja lo agarró del brazo y tiró de él alejándolo. El humano cayó de golpe impactándose con una fuerza increíble sobre la patrulla, se abolló y los cristales volaron en todas direcciones al igual que las sirenas se rompieron vomitando calientes chispas que electrocutaron al cadáver que se retorció quedando prácticamente dentro del coche. —¡Demonios, viejo! No te olvides de anotar cargos por destrucción de propiedad de la policía. Richard, Simmons y Rasche observaron atónitos a los transeúntes y vecinos alejarse horrorizados, con una exclamación ahogada mientras las chispas seguían centelleando. El detective sacó su arma de la sobaquera y le quitó el seguro, cargándola. —Al diablo con McComb. —y pasó de largo entre todos los oficiales como si nada le importara en el mundo. —¿Qué piensa hacer, detective? —preguntó en voz alta J. Simmons dejando caer su pañuelo con sudor al piso por la sorpresa. —Creo —señaló Riggins siguiendo a su amigo— que haremos una excepción. Simmons refunfuñó exasperado. —¡Sólo si ustedes se hacen responsables! Mientras ambos detectives subían las escaleras, en dirección a los escasos gritos que sonaban ya, perdiéndose como fantasmas en cada esquina, no sabían que estaban dando pasos a un terrible destino que se avecinaba justo hacia ellos, y a toda la ciudad.
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Post by clowdown on Nov 14, 2019 4:30:24 GMT 2
vaya da gusto leer nuevas historias en ésta seccion x3 , se bienvenido Mil gracias, perdón por no responder antes
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Post by clowdown on Nov 14, 2019 4:52:01 GMT 2
Los capítulos están editados para leerlos con mayor comodidad, espero que lo estén disfrutando. Saludos cordiales a todas y todos, gracias por leer mi historia.
Originalmente fue publicada en la plataforma Wattpad, sin embargo conocía este foro desde hace tiempo y no pudo resistir las ganas de compartirla con ustedes.
Manteneros saludables.
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aipkeeena
Honorable Moderator
el dia que termine el fic , dejare mi mayor legado en ésta vida
Posts: 4,211
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Post by aipkeeena on Nov 24, 2019 7:13:35 GMT 2
muy interesante aq como va la historia x3 , atmosfera obscura e inquietante, esperp poder leer la continuacion
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Post by clowdown on Jan 14, 2020 17:41:58 GMT 2
Capítulo 4 El ascenso fue lento, silencioso. Cuando era niño, me aterraban las escaleras oscuras, subir a mi cuarto en la noche me inquietaba mucho, y eso nadie lo sabe en realidad, ni Richard, ni Shari, ni mis hijos cuando están asustados como yo lo estuve alguna vez. La subida en la base de Lamb era parecida a mis terrores nocturnos. Ricky iba junto mío, y eso era de ayuda, pero en el fondo empezaba a dudar que hubiera sido buena idea subir solos nosotros dos, incluso en contra de las órdenes de McComb. Apuntaba su arma con fiera determinación, yo lo imité, listo para disparar. Los gritos habían cesado, y sólo se escuchaba un goteo espeso… abundante… Hasta yo podía sentirlo ahora, tal como dijo Schaef, había algo extraño en la ciudad. Los temores de la infancia no me perseguían en realidad, pero solía tenerlos presentes, siempre, solía pensar en ello, solía tener pesadillas horribles, tan seguido que llegué a no querer dormir, a no querer apagar la luz. Despertaba empapado en sudor, sofocándome en la oscuridad. Mi madre, joven en aquel entonces, me abrazaba y me arrullaba, aún oigo sus palabras, “sólo estabas soñando, esas cosas tan horribles no existen.” Pero mintió. La docena de cadáveres que teníamos enfrente estaban todavía calientes, sentíamos su calor corporal manando entre los músculos manchados de sangre, estaban colgados boca abajo y algunos tenían las tibias expuestas, lo primero que hice fue apretar los ojos que empezaban a lagrimearme por el hedor a muerte en el aire. Pocas personas saben que cuando se hace una abertura en el cuerpo, el aire interno sale de él, como un globo que se desinfla. —Los despellejaron… —musitó Richard petrificado—. La mitad de ellos son compinches de Carr. Los demás son de Lamb. Una masacre con igualdad de oportunidades. Pero nunca, nunca habíamos visto algo así. —Pero ¿Quién? —avancé evitando pisar el gigantesco lago rojo que serpenteaba a nuestros pies—. Se necesitaría un ejército para hacer… Algo se movió en el fondo, una silueta levantándose en la oscuridad, lejos de la visible área iluminada… no terminaba de cobrar sentido, se enfocó hacia nosotros, irguiéndose, tambaleándose, dibujándose a nuestros ojos. Era Carr. Y la mayor sorpresa para nosotros fue cómo diablos había logrado sobrevivir a tremenda carnicería, evidentemente ninguno de los bandos tenía oportunidad contra quien fuera que los había reducido a… aquella masa palpitante, sanguinolenta… Tenía el rostro salpicado de sangre, una cortada le escurría en la frente y una hemorragia le nublaba el ojo derecho… se sujetaba el brazo derecho, cerca de hombro. Necesitaba un torniquete, de inmediato. Se le quedó viendo a mi amigo. —Vaya, detective Schaefer, veo que te faltó uno, y dejaste vivo al menos indicado. —sonrió mostrando un diente roto—. He visto a la policía hacer cosas así, pero esto es nuevo, me tienen impresionado. Se puso completamente de pie, acercándose la mano herida la cintura. Schaefer estaba alerta. —Estás loco. —le dije—. La policía no hace cosas así, Carr. El pelirrojo me observó indiferente, tenía la perforación de la nariz dolorosamente torcida, y un hilo de sangre le colgaba de cada orificio. Su estado era deplorable. —Tal vez sí, tal vez no. —cerró el puño—. Ya no importa. Porque si bien yo estoy loco, ¡ustedes dos están muertos! —sacó una escopeta pequeña que llevaba fija al pantalón, la funda apenas se sacudió cuando nos tiramos a suelo eludiendo las balas. Se le acabaron a la tercera descarga, necesitaba recargar. Pero no lo hizo. Resbalamos en el suelo antes de que Richard pudiera levantarse y apuntarle al malherido Carr que huía a toda prisa por las escaleras. Incluso en su estado, Carr seguía siendo un rinoceronte en cuanto a resistencia. Creí que era un idiota por su huida, que ignoraba con estupidez al escuadrón que rodeaba el edificio, pero más tarde me enteré de que él mismo había elegido ese sitio para su reunión, y si bien Carr era un imbécil, sabía planear sus movimientos como un tigre. Escapó rompiendo un cristal lateral, e internándose a una ruta de escape oculta que conectaba con otro edificio… el inepto de Simmons no había cubierto el callejón. Incluso Archer lo hizo, pero Simmons no, y eso nos costó. Richard y yo no logramos alcanzarlo. —Lo perdimos, Schaef. —No está perdido, solo se ha desplazado, no podrá escapar. Se escuchaba el sonido silencioso y brumoso de los policías y la gente congregada en la calle. —Cuando yo… —empezó, pero algo lo detuvo frente al cristal, se perdió nuevamente, en el callejón—. Hay alguien oculto allí afuera. —¿No es Carr? —No. Estuve a punto de objetar algo, pero no pude. Richard salió por la ruta de escape de Carr en dirección al callejón, corriendo detrás de algo que yo no pude ver, algo que él distinguió escabulléndose lentamente en las sombras del callejón. Schaefer estaba persiguiéndolo, y cuando esto, fuera lo que fuera, se introdujo a las alcantarillas por un traga-tormentas abierto desde dentro, supe que algo grande estaba pasando. Pero nunca habría sospechado la inquietante realidad.
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Post by clowdown on Jan 14, 2020 17:42:19 GMT 2
Capítulo 4 El sonido cristalino de la ventana romperse alertó al equipo de oficiales liderados por Simmons. El susodicho tragó saliva y ordenó a los suyos adentrarse en el callejón del que, supusieron, provino el sonido. Se desplazaron pistola empuñada y cargada hasta la escena, donde Rasche había corrido tras Carr disparando fallidamente a un cristal que daba al interior de un auto. —Mierda. —chilló el detective a Simmons—. Carr se fue. —¡Abran un perímetro de cuatro cuadras! —ordenó prontamente llevándose la radio cerca de la boca, todos los efectivos empezaron a distribuirse la búsqueda. Eligió a dos, mientras que envió a uno de apellido Little para seguir a Schaefer, que según Rasche, se había metido sorpresivamente a un tragatormentas que alguien abrió desde el interior. Al ver la gargante humeante a la que debía ir, Little vaciló un poco con los ojos puestos atrás, pero finalmente encendió su linterna soltando una maldición mientras bajaba los pequeños escalones de cemento resbaladizo. La oscuridad comenzó a abrazarlo, a engullirlo en un miasma de olores y sonidos químicos y pestilentes que manaban del espeso alcantarillado de la Ciudad de Nueva York. * * * Integrándose lentamente a una pasarela flotante, Richard se iluminaba em camino con la linterna de su teléfono celular, que formaba un cono de luz en el piso y todo lo que tocaba. Aunque jamás entraba a ese lugar, tenía la certeza de que el absoluto silencio de las ratas era mala señal. El ente humanoide traslúcido estaba allí, casi podía jurarlo, casi podía sentirlo. Pero no era capaz de verlo. Con pasos firmes y silenciosos recobró el equilibrio al pisar un sustancia viscosa en la malla metálica, se sostuvo y agarró con fuerza su teléfono para que no se aventurara al riachuelo negro-verde que corría pasmado bajo él, reflejándolo. Estuvo por iluminar lo que había pisado, mas no lo necesitó. El líquido verde era flourescente. Un pequeño camino de gotas de esa sustancia cruzaban transversalmente la pasarela hasta desaparecer en un tunel oscuro y prácticamente inaccesible, como la garganta de un demonio a la cual no entraba ningina luz visible, y solo era un profundo círculo como agujero sin fondo... Lleno de agua avanzando, de dudosa profundidad, supo que no era una buena opción surcarlo y buscar algo en su dirección. Apenas alcanzó a ver letras viejas marcadas en una placa corroída sobre la cueva... Letras parecían formar la palabra «Rutherford.» Intrigado por aquel nombre, al que no encontró razón, trató de acercarse más para alumbrarlo. No fue posible. Era el fin de la pasarela, un barandal oxidado con el escudo del Estado de Nueva York humedecido y enverdecido por el moho lo saludaba burlonamente hasta ese punto final. «Qué estupidez estás cometiendo», pensó para sí mismo empezando a retroceder. Cuando era niño y veía películas de terror al lado de su hermano mayor, siempre consideró una rotunda estupidez ir detrás de alguien sin refuerzos, y más cuando el lugar era prácticamente desconocido. Ahora reconoció que estaba cometiendo ese mismo error, y en cierto modo, ya lo entendía. La euforia del momento. Luego venía la precaución. Encender cada uno de los reflejos y agudizar los sentidos al máximo, rastreando, escuchando, previniendo. Cada pequeño sonido podía ser delator. El olor empezaba a marearle. Retrocedía más lento de lo que había avanzado. Apuntaba a todos lados con el aro de la luz, triturando las cosas con lo fruncido de su ceño. Entonces lo escuchó, chasquidos biológicos, como el de un crótalo meneando su cascabel, nasal... Alguien había respirado, y eso era un hecho. De volvió y giro en todas direcciones, rodeando su propio perímetro, giró, observó, cemento, ladrillos, metal, desperdicios, giró otra vez, se le agitaba la respiración, intentó controlarlo, intentó ver algo entre las sombras. «La silueta es transparente», recordó. Estaba perdiendo el tiempo, demasiado. Se dio media vuelta apurado por su instinto básico de volver a la luz, sin bajar la guardia en ningún momento. Salió al exterior del sistema de drenajes, cuestionándose sobre la palabra Rutherford y el misterioso líquido brillante que manchó su zapato y casi le hace resbalar. Rasche y Simmons estaban afuera, el segundo hablando por radio, el primero cruzado de brazos, ambos se notaban serios, mas no por la duda. Sus miradas eran señal de peligro. Cuando lo vieron ojiabiertos al extremo los otros dos policías que conversaban formando sus armas para entrar a la guarida de Lamb por la salida de emergencia que usó Carr, supo que se trataba de algo malo. Se acercó y Rasche apretó los labios en un gesto empático. Simmons habló en voz alta por el aparato. —Acaba de salir. Y extendió este hacia Schaefer para que escuchara la voz distorsionada tras el crepitar electrónico. —Dígale al detective Schaefer que lo quiero en la comisaría. Ahora. —Entendido —Simmons se alejó consternado—, le informaremos de cualquier situación que se presente. Richard contuvo la respiración por un momento, la voz que sonó volvió a sonar en su cabeza, era inconfundible, autoritaria, con un tono certero y brusco. Hasta militar. Era McComb. Y los tres sabían que estaban en serios problemas. —¡Les dije, detectives! —se quejó Simmons tocándose la cabeza— ¡Nadie podía entrar hasta que McComb llegara! ¡Nadie! —los señaló—. Ahora debo responder por ustedes. —enfatizó el grosor de su voz y negó con la cabeza—. Ustedes tienen que aclarar que se metieron por cuenta propia a pesar de que yo insistí. Oh, carajo, como si eso funcionara... Richard dejó de prestar atención desde ahí. «Lo dice como si fuera algo importante.» Vio por última vez el edificio abandonado de Lamb, recordó los cadáveres y la brutalidad con la cual se precipitó un cuerpo desde el quinto piso... Quinto, creía. ¿Qué había pasado allí? Alguien había atacado brutalmente a dos podersoso bandos armados hasta los dientes, y logrado despellejarlos como advertencia. ¿El asesino era un mafioso intentando demostrar su superioridad? ¿Una nueva banda abriéndose camino cortando el listón? No, porque de ser así habría una nota, un sello. Los dos amigos pillos de Lionel, el hijo de Lamb, y ahora el mismo Lamb y sus esbirros junto a la banda de Carr. Subió al coche, prefirió conducir. * * * De cierto modo, estaba decepcionado. Confiaba en sí mismo como un sujeto frío, reflexivo y con nervios de acero, incapaz de ceder ante la irracionalidad o los ataques de sentimiento que otros. Incluso él, quien se consideraba frío y calculador, se dejó llevar. Se frotó los nudillos con los pulgares de la mano opuesta, el frío aire acondicionado se le antojaba desagradable, áspero. Encontrarse a sí mismo sentado en el lugar que estaba, entre Rasche y Simmons a cada lado, era como ir a la oficina del director en el colegio. Nunca le había pasado, excepto cuando un idiota lo golpeó en un torneo de baloncesto. De ahí en fuera, la sensación era prácticamente desconocida. La placa con la palabra Rutherford revoloteaba en su cabeza... mas no lograba saber qué quería decir. Los que pasaban caminando cerca ni siquiera los volteaban a ver como pasaba en la anteriór administración, con el viejo capitán cuyo nombre era innombrable, simplemente caminaban firme y maduramente hasta que doblaban en la esquina, hacia el elevador, saludando a la secretaria que cada rato daba un golpe a la engrapadora y clavaba algunos documentos, cual herrero forjando una espaza a fuego intenso, punto de dilatación, los valores de calor espefíco, calor ganado y perdido... Era bueno para la física cuando iba en el colegio. La puerta gruesa de color azul que tenía enfrenta estaba rotulada, y dos personas dialogaban obtusamente en su interior, eran suaves murmullos atrapados por las características de la oficina, incapacitando la escucha clara de lo que se decía. En la ventana opaca de enmedio se rotulaban dos palabras: CAPITÁN McCOMB. Ironía. Richard miraba el ventanal que se enmarcaba a lo lejos, a su izquierda, saludando a la noche y las luciérnagas eléctricas, merodeando estáticamente dentro de miles de hogares, escoltando a cada costado los autos y vio un avión tomando altura entre las nubes, nubes como rojizas, extrañas. —Espero que vaya valido la pena, detective. —musitó Simmons sin mirarlo. Prefería no comentar nada respecto a lo que había visto, era mejor para sí, y para el resto. ¿Una silueta medio invisible? Patrañas, nadie le creería. Rasche se veía incómodo, cansado, con el matiz de la edad como un filtro puesto sobre su rostro eternamente, hasta en su sonrisa quedaban ápices de fatiga. La puerta se abrió y un soplido de viento aromatizado los empujó cuando Archer asomó la mitad de su cuerpo y los invitó a pasar. El mismo Archer estaba igual de confundido que el resto, ensimismado. Ellos obedecieron y entraron con resaca. McComb era de estatura promedio y piel negra, sus expresiones faciales eran crueles, de estudiante de derecho con problemas de sueño, los vio de reojo a todos mientras se servía un vaso de agua en un garrafón con dispensador que reposaba en la esquina, sobre un archivero gris, al lado de una foto y un reconocimiento de la policía, una foto con el alcalde y otras cosas. Tomaron asiento en los tres lugares dispuestos frente al escritorio, congelados, oyendo nada más el burbujeo del agua llenando el recipiente de color rojo. Archer cerró entonces, suspirando casi imperceptiblemente. —Irresponsabilidad. —dijo McComb antes de beber un profundo trago y vaciar el vaso de uno solo— ¿Alguno quiere? Sé que hace un calor infernal allá afuera. Negaron con la cabeza, Archer tragó saliva. —Retomando. —se dispuso a volver a su cómodo sillón negro pero no lo hizo, permaneció de pie—. Si algo pudiera definir a la operación de hoy es esa palabra, irresponsabilidad. Amanda McComb se mantenía en buena condición para estar cerca de cumplir los cuarenta y siete años, su cuerpo era intimidante, robusto sin llegar a parecer con sobrepeso, iba uniformada con el típico traje negro y la blusa fajada portando el ejemplo. Existían un par de apodos, todos coincidiendo en su robótica eficiencia, que la volvía la favorita del alcalde y sonrisa frecuente en los fotografías de columna en el Times, a veces menos grata que otras pero su llegada no pasó desapercibida para nadie. Era ruda, refinada y reticente. —Simmons, me siento decepcionada de usted, creí que cada policía de esta estación se encuentra lo bastante capacitado para usar su inteligencia y suponer, por lo menos suponer, que es inteligente cubrir el callejón lateral a un edificio de ese tipo. —levantó las cejas— ¿Coincide conmigo? —Sí, capitana. —¿Lo hizo de ese modo? —No. Amanda asintió mirándolo fijamente. —¿Usted cree que eso no afecta mi criterio sobre usted? Es decir, y si miento puede decírmelo, yo no confiaría en usted, Simmons, sabiendo que dejó una vía de escape para un criminal de la talla de Carr. »¿Me culparía por desconfiar de usted y su juramento gracias a esto? Simmons estaba rojo. No dijo nada, no movió ni un músculo, incluso no respiraba. —Di una orden clara, señores, y por lo visto mi rango no es tan alto como el suyo y por eso decidieron entrar ¿No? »De haberme escuchado probablemente habríamos entrado y recuperado a Carr, hasta donde tengo entendido es el único sobreviviente, ¿No, señor Archer? —Hay un empleado de Lamb inducido al coma, en terapia intensiva, con múltiples heridas por traumatismo, las placas revelan que probablemente no vuelva a caminar. Si es que despierta y no fallece en las próximas horas. McComb asintió. Volviéndose ahora al rubio. —Detective Schaefer, usted ha estado en el ojo del huracán con anterioridad... Su temeridad al seguir a alguien —eso lo suponía ella— ingresando al alcantarillado es indudable, pero no deja de ser una estupidez. —guardó silencio—. Decidió entrar arriesgando no solo si vida con su compañero Riggins, sino que puso en riesgo todo el perímetro y posiblemente alterando la escena del crimen. Y enviaron a un oficial detrás suyo al drenaje... Puso un dedo en el escritorio y lo deslizó, viendo a Rasche. —¿En ningún momento vio al oficial Little cuando entró buscándolo a usted, detective? —No. —Sigue desaparecido hasta el momento, y no logro concebir la idea de que se extravió, el equipo que entró después no encontró ni un rastro de él. —Capitana —dijo Schaefer sin agacharse—, los parámetros del caso sin idénticos a los del hijo de Lamb, y a los bándalos de hace dos noches. Algo está pasando y... —Detective —interrumpió en voz alta—, señor Riggins, Simmons, Archer... Voy a ser clara y contundente, todos ustedes están fuera del caso, ventilen otros asuntos, esto quedará clasificado y cambiará de carpeta ¿Entendido? Nadie debe hacerse el héroe. «Cambiar de carpeta» era un eufemismo burocrático que Richard escuchaba seguido. Alguien más controlaría el incidente, probablemente el FBI, eso era casi seguro. —Simmons, usted se quedará a hablar conmigo. —miró al resto—. Esto no es una simple investigación de homicidios, señores. A partir de hoy están fuera del caso y no deberán entrometerse ni divulgar irresponsablemente la poca información que hayan obtenido ¿Entendido? —Sí. —declamaron al unísono. —Lo dejaremos como incidentes aislados, alguna secta ha renacido en la ciudad y la guerra de pandillas, ahora Carr tiene el terreno a su favor y con la muerte de Lamb y su hijo no duden que su familia se divida y entonces Carr aproveche esa debilidad. Con un gesto autoritario, les señaló la salida. —Ahora retírense. * * * Archer tenía las manos metidas en los bolsillos mientras caminaban a la escalera. Le sorprendía que no les hubieran señalado alguna sanción a Rasche y a Schaefer, aunque se lamentaba por el pobre Simmons. Se encontraron a John Manson en el cubículo de la secretaria, este se les quedó viendo con su expresión tóxica y desaliñada. Archer se separó de ellos y se despidió. —Esto es más grande de lo que nos incumbe. —dijo antes de darse media vuelta. Richard lo detuvo. —¿Vio las marcas de arma? Eso no era un rifle, ni siquiera una ametralladora. —Creo que si valoramos nuestro puesto no deberías averiguarlo. —Están tratando de ocultar algo, Archer. Archer sonrió. —Si tienes razón, me temo que no van a poder ocultarlo por mucho tiempo. Dicho esto se fue. * * * —¿Tiene que ver con lo que viste en la bodega, Schaef? —Si Little desapareció es porque alguien estaba allí. —¿Crees que sea el asesino que buscamos? Me cuesta creer que pudiera ser un solo hombre. —Es fácil de creer, Rasche. Si fuera más de uno los habríamos visto salir del edificio de Lamb, y además... —¿Qué? —Necesito hablar con Lionel. —Será imposible, Richard. Creo que ya lo transfirieron... —Cuidado, el semáforo se puso en rojo. —¡Mierda! Se quedaron en silencio un segundo. Richard se lanzó a la cama pero fue incapaz de dormir al principio, su mente estaba demasiado activa... De pronto tuvo claro lo que debía hacer, y cuál era su siguiente paso. Sin más, tomó el teléfono dispuesto a cobrarse unos cuantos favores. Veinte minutos después, recibió la funesta noticia, que lo hizo sentir cierta culpabilidad, frustración, y a la vez lo motivaba: El uniforme de Little acababa de ser encontrado flotando en las aguas residuales. N. del A.: No sé por qué me dieron ganas de actualizar en martes, supongo que quiero terminar Jungla de Concreto cuando antes... Y sí, el protagonista es el mismo de mi otro fanfic, Tras el rastro del Cazador, que se desarrolla unos años después de esta novela, si no la has leído, te invito a que pases y te arriesgues. Espero que les haya gustado el capítulo :3 Por el momento no llega la verdadera acción pero una vez que empiece todo sucederá muy rápido. ¡Saludos cordiales!
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Post by clowdown on Jan 14, 2020 17:43:53 GMT 2
Capítulo 5 El veinteañero Ken Koharu se lavó las manos en el fregadero con los guantes de látex puestos. El aire climatizado de «la bodega» le encantaba, especialmente en verano, tal como ahora, cuando el calor del infernal exterior desaparecía traspasando las puertas. Frío... Frío ligero. Frotó las manos eliminando los rastros residuales de sangre por los vasos sanguíneos rotos y caminó hasta la mesa de instrumental donde descansaba un bisturí sanguinolento. Enjuagó todo, incluso lo que no había ocupado. Apuntó en la tablilla de papel: Presencia de Petequias = Probable muerte por estrangulamiento. —Muy bien, señor Lee —dijo Ken—, hora de descansar. Empujó el carrito metálico que brillaba con una bolsa negra llena de masa humana y restos, bajo las luces blancas de la sala de operaciones, cuando de pronto se le resbaló el cerebro y este se impactó contra el suelo como un helado. Era el cerebro de anciano, y tenía un encogimiento del diez por ciento, claro signo de Alzheimer. Maldijo y lo levantó como si nada hubiera pasado. Afortunadamente los muertos no tenían presión arterial, por lo cual los chorros de sangre eran prácticamente inexistentes. Se quitó los guantes, volvió a lavarse y sacó de su lonchera un jugoso emparedado de huevo y jamón. Koharu tenía prohibido comer ambos, pero bajar de peso nunca fue su prioridad, se metió medio sándwich a la boca y arrancó la mordida con violencia; tomó algo de leche de soya y la terminó a tiempo para responder el teléfono que sonaba en su mochila. —¡Detective Schaefer! —saludó gentilmente dejando su lunch a un lado— ¿A qué se debe su llamada? ¿Otra invitación al gimnasio? —No, nada de eso, Ken. —respondió la voz profunda, casi poética de su detective favorito del NYPD—. En realidad necesito tu ayuda. No lo había visto desde el caso del Estrangulador de Brooklyn, pero tenía muy buenos recuerdos de su colaboración. De hecho, estaba en deuda con él por adjudicarle humildemente el veredicto final... Era una historia curiosa, fue el detective quien optó por revisar las huellas de la oreja para corroborar los datos con la base del FBI y las distintas corporaciones de policía. Las huellas de la oreja, al igual que las dactilares, son únicas en cada individuo. Gracias a este hallazgo, el forense tenía el puesto que tenía, y cobraba el sueldo que cobraba. —Dígame, detective. —¿No te ha llegado un cargamento de una docena esta noche? Koharu quedó pasmado al escuchar. Los cadáveres —le habían informado— llegarían en media hora, preparados para un análsis exhaustivo, y mañana un equipo de pasantes para apoyarlo. Pero no todo era sencillo, se trataba —en palabras de la capitana McComb— de un asunto extra-confidencial. Firmaría un contrato de confidencialidad. Ya lo había hecho con anterioridad. Pero jamás lo había roto. Agarró las tijeras de podar que tenía al lado, con la mano libre. —Vamos, Ken —insistió—. Eres el mejor perito del estado, si no los tienes te los llevarán. Apretando las tijeras, le intentó explicar la situación a Schaefer, sin embargo, al final, terminó accediendo, aun consciente de que podría costarle su puesto. Estaba en deuda con el detective y conocía su profesionalismo, se sentiría mal de no colaborar con él. —¿Un caso complejo, detective? —Más de lo que crees. «Espero que valga la pena», y colgó. Se metió las manos en los bolsillos y esperó al reloj, a que le indicara que la docena de cuerpos arribaba a su merced. Contempló el emparedado y se descubrió a sí mismo sin hambre. * * * A la mañana siguiente, Richard estaba saltando la cuerda en el gimnasio, antes de que el sol saliera. El establecimiento abría desde las cuatro y media y siempre tenía clientes a esa hora. Personas que, como el detective, entraban en calor durante las primeras horas antes de un día visceral en la Ciudad de Nueva York. Levantó sus libras habituales en pesas y anduvo un rato en la caminadora. Una mujer pelirroja le hizo plática mientras tanto. Compraron juntos un litro de proteína en malteada y la bebieron mientras el sol se despertaba soñoliento entre el concreto de los edificios. La mujer bromeó con llevarlo a las duchas de damas y él sonrió un par de veces cuando ella aseguraba tener abdominales más marcados que los del policía. Luego de despedirse, sin siquiera saber el nombre del otro, Schaefer fue a desayunar a casa. Una porción de pechuga bien hervida por él mismo, con arroz, ejotes y maíz. Era un cocinero torpe pero eficiente. En punto de las ocho, recibió la llamada que tanto había esperado. Llegó al laboratorio forense, que recién había sido reubicado por un incendio provocado en el anterior, y se cubrió del ardiente sol con la mano al mismo tiempo que la ocupaba para saludar a Ken Koharu. El asiático se inclinó un poco al pie de la escalinata, ataviado con unos pantaloncillos blancos y un s suéter de cuadros gris; estrecharon manos pero no hubo el menor rastro de amabilidad. Richard lo notó. Ken estaba asustado. —Sígame. Tenemos poco tiempo. —dijo escueto y traspasó las puertas del edificio de cemento. Caminaba con paso rígido, estresado, estaba nervioso. El detective lo siguió por un pasillo blanco con luces de hospital, llegaron a una puerta de descenso y la traspasaron. —¿Cuánto ha pasado desde el Estrangulador de Brooklyn? —preguntó Schaefer intentando amenizar el ambiente, relajar al forense. —Por favor —insistió éste—, guarde discresión con esto. Hay algo que debe de ver. »El equipo que me ayudará a convalidar llegará dentro de media hora y no quiero que lo encuentren. —Entendido. ¿Qué es eso que me debes enseñar? Un policía sacudía sus esposas con la mirada perdida en su revista Playboy, ni siquiera los volteó a ver. Llegaron al umbral de la bodega y Ken lo hizo pasar a toda velocidad, sus zapatos golpeaban el suelo. Había distintos cajones en la pared, y una mesa de autopsia en el centro. Sobre ella descansaba un cadáver pálido y completamente desnudo. Se pusieron los cubrebocas y cubrieron su cabello con los gorros para evitar dejar fibras. Con la bata abrochada, se acercaron al cuerpo inerte cuyo rostro era invisible. Schaefer no se sorprendió. Sabía a ciencia cierta que en las autopsias modernas la cara del sujeto rara vez quedaba a la vista durante el proceso de necropsia, debido a que con frecuencia desde el principio quedaba cubierta por una capa de piel del pecho o el cuero cabelludo. —Éste es Lamb. —dijo Ken mientras se alejaba a una mesa de muestras que tenía del otro lado—. Empecé a trabajar con él desde anoche. Tenía abierta toda el área abdominal y el pecho. Se podía ver el típico daño en los pulmones de los adultos de ciudad. Lo perturbador eran los huesos atrofiados con múltiples fracturas, varias costillas fracturadas se habían clavado en la carne y músculo. —Recibió dos grandes golpes y luego lo lanzaron contra la pared. —soltó con desazón—. No paraba de supurar, la pus se adhirió un poco pero la rasparemos más tarde. —señaló—. Estimo que los golpes le transmitieron casi diez mil newtons. Richard abrió los ojos como platos. —Oh sí, detective. Liberó casi una tonelada como la patada de una caballo. Suficiente para sacarlo volando por el aire y hacerlo estrellarse de muerte con el techo... Tal como pasó, créame, antes de vaciarlo era un desastre. —¿Alguna vez habías visto un golpe tan fuerte? —No producido por un humano, en realidad los casos de atropellamiento. Pero eso no es todo, las heridas del arma. —caminó a toda prisa a uno de los estantes y tiró de él activando el mecanismo de resorte que lo abrió por completo con la ley de la inercia—. Ningún arma en el mundo hace estas heridas. El cadáver moreno tenía una enorme abertura en el centro del pecho. —Le sacó volando el relleno cremoso. —apuntó Ken señalando el contorno—. Y luego lo más intrigante... La herida estaba cauterizada, a la perfección. —Varios las tienen, de la misma arma. Uno de ellos perdió la cabeza —sonrió bajo el cubrebocas—, literalmente. —¿Trabajaste el cadáver del hijo de Lamb? Koharu negó la cabeza. —Le enviaré fotos a su correo si así lo desea, pero por favor, debemos irnos. —Schaefer retrocedió asintiendo pero fue detenido por un grito— ¡Espere, espere! Se dio vuelta y observó el frasco que tenía una punta metálica flotando en una sustancia acuosa de color ámbar. —El que lanzaron por la ventana tenía esto dentro. —lo agitó lentamente para revelar un símbolo marcado en la punta—. Alguna clase de jeroglífico egipcio o algo así. —Deberías llevarlo a que lo analicen. —No puedo, detective. —hizo una mueca alejando la mirada—. El contrato era muy específico pero... El tipo de metal es muy extraño. Ambos quedaron en silencio un par de segundos, coincidiendo. Ken negó con la cabeza. —Nunca había visto esto, detective. La precisión con la que los desollaron, es de alguien que ya lo ha hecho muchas veces antes. Es quirúrgica. Cuando Richard salió del laboratorio tras agradecer a Koharu y asegurarle total confidencialidad, se metió al auto resintiendo el calor nuevamente. Debía comprarse una botella de agua para quitarse la sensación se resequedad de los labios, de la boca; sensación causada por la ola de dudas que tenía ahora. Al encender el auto e irse con las manos pegadas al caliente volante, un Nissan negro se aparcó en el lugar que había dejado. El forense asiático vio irse al detective y llegar al FBI. En el transcurrir de la tarde, Richard se la pasó esperando las fotos que debían llegarle a su correo pero nunca sucedió. En la televisión estaban pasando un reportaje en el que se marcaba al prófugo Carr como el más buscado por la policía hasta el momento. Manzana por manzana. Su expresión agria de ojos felinos y cabellera anaranjada apareció sobrepuesta al conductor de estudio. El policía apagó el aparato. Repasó la lista de casos pendientes y firmó unas cuantas hojas. Esa era la peor parte del trabajo en la policía. La burocracia. El papeleo era odioso incluso para Schaefer. Sus abuelos y prácticamente toda su familia anterior a la llegada a Estados Unidos, era de origen holandés, y solían contarle historias del Holocausto en la Segunda Gran Guerra. En algunos relatos, le explicaban que los agentes de la SS hacían firmar y anotar sus nombres a los judíos apresados que probablemente terminarían en el tren a Auschwitz. Papeleo para morirse. Un rato después, recibió una llamada de Rasche invitándolo a cenar a su casa con Shari y los niños. —Hay estofado, y si sabe como huele creo que te encantará. Richard estuvo apunto de rechazar la propuesta, mas ya lo había hecho tantas veces que superaba el límite de lo admisible. Aceptó. Terminó de llenar siete formatos con letra de molde en tinta negra y azul, y el octavo lo dejó a medias, listo para ir a casa de su compañero. * * * Bien caída la noche, Ken Koharu entró al túnel siguiendo las indicaciones que el policía le había dado. Bajó las escaleras y se encontró con un vagabundo que deambulaba justo en dirección al gendarme. Koharu sintió el tibio aire del interior de la estación del metro y se internó rodeado de personas a esperar la llegada del siguiente. En las pantallas que colgaban cerca de la pared, donde estaban anuncios de Obama y otros de la nueva película de Robert De Niro, transmitiendo el noticiero nocturno. Al menos no era esa basura sensacionalista de «Los Más Buscados.» Esperar el metro directo era algo nuevo para él, pero no estaba dispuesto a hacer tantas paradas. Llevaba una mochila y el mismo suéter. Varios lo miraron raro por usar eso en pleno verano. Él tenía preocupaciones más importantes. Decidió hacer caso a su curiosidad y al consejo del detective, y a hurtadillas tomó el artefacto metálico y lo llevó oculto a analizar con una conocida suya de la universidad. La punta no era de ningún metal registrado en la tabla periódico, no contenía ningún indicio mineral de ser una mezcla. «Un arma de otro mundo.» pensó horrorizado mientras lo acomodaba en la bolsa de evidencia. Estaba fuera del líquido por obvias razones y era demasiado ligero. Medía lo de una goma para borrar lápiz como las que llevaba al colegio, y pesaba lo mismo. No vio que una pequeña luz roja acababa de encenderse en él. Los vagones emergieron con su luz cegadora y se detuvieron frente a la moderada pero vasta cantidad de personas que lo esperaban, gente saliendo del trabajo, una que otra pareja, abogados. Muchos maletines. Las puertas se abrieron con el sonido electrónico y todo mundo entró luchando por un lugar. Los pocos que quedaron parados, agarrados de los tubos, se debatían con el cansancio. El vehículo aceleró perdiéndose velozmente para lástima de quienes habían llegado a prisas. Ken quedó de pie cerca de dos hombres con maletín que hablaban de Charles Manson. Cerró los ojos sopesando todos los acontecimientos del día, lo que fuera que sucedía en Nueva York comenzaba a afectarlo a él también. Como el golpe de calor, a marearlo. El sonido del exterior entraba frío por algunas ventanas parcialmente abiertas, cerca de una de las pequeñas y económicas cámaras tan típicas en el subterráneo de Europa. A mitad del trayecto, Ken ya tenía claro lo que debía hacer. Cuando de repente, las luces se apagaron en todos los vagones y un grito ahogado se extendió entre los pasajeros. El pánico se propagó de principio a fin, y todos miraron arriba con el corazón en un hilo. Varios golpes como pasos se escucharon en el techo yendo hacia atrás y todo mundo se alarmó mientras las luces de otro tren en dirección opuesta irradió por pocos segundos. Gente encendió la linterna de sus teléfonos y otros que iban armados se prepararon amartillando. Un estallido sacó chispas en el vagón de atrás, el último, y de repente el techo se rompió hacia adentro con un estruendoso sonido metálico, alguien había entrado y los gritos de terror no tardaron en hacerse escuchar mientras la gente se arremolinaba y atropellaba intentando llegar a la puerta que los dejaría pasar al frente. El ente desactivó su camuflaje y Koharu lo distinguió, sus ojos resplandecieron en color azul y luego desapareció por completo. Las personas del otro lado voltearon a ver lentamente en total silencio, buscando encontrar algo. Entonces uno de ellos se arqueó brutalmente en el aire, y dos cuchillas transparentes emergieron de sus costillas haciéndose visibles por la sangre. Ken retrocedió y ordenó a todos irse hasta enfrente por la pequeña puerta. Pero el terror los hacía tropezar y caer, así que sujetó su mochila, se abrió paso dando codazos y golpes; mientras detrás los cristales perdían su pulcro color gris y gritos se callaban uno a uno gracias al ser camuflado que avanzaba en su dirección.
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Post by clowdown on Jan 14, 2020 17:53:34 GMT 2
Capítulo 7
El olor de la carne hervida cubierta por una dorada capa jugosa flotaba entre las volutas de humo alrededor del sartén, pequeñas burbujas de líquido tibio salen de entre las fibras de la pechuga al aplastarse con la espátula. Invadía sutilmente cada sitio recóndito de la cocina integral de los Riggins; Shari, arrancó una servilleta del tubo y le sonrió a su esposo, antes de pedirle que calmara a sus dos hijos, que discutían infantilmente en la mesa dando absurdos argumentos como "primero aprende a hablar", por alguna banalidad de adolescentes. Rasche aplaudió escandalosamente caminando hasta el comedor, donde ambos chicos se calmaron de inmediato lanzándose miradas fulminantes. Schaefer sonrió recordándose a sí mismo jugando con la cuerda en casa de sus abuelos, estaba sentado en la mesa larga con seis sillas confortables de caoba, hasta donde él sabía, Shari trabajaba desde casa para una renombrada agencia de publicidad con patrocinios en Time Square, Rasche evitaba comentar que ella pagaba varios de los lujos del hogar. Los chicos se debatían quién tomaría el Xbox y quién comería la mejor rebanada de carne, y quién tenía la culpa de que tuvieran castigado por una semana el PlayStation portátil. Casi gruñían como perros rabiosos. Rasche había invitado a Richard cenar incontables ocasiones antes, y la mayoría siempre las rechazaba, no tanto por mala educación, sino porque convivir no era algo que a Richard se le diera muy bien que digamos. Prefería pasar tiempo a solas, en silencio, con música a cierto volumen relajado, independiente. Solitario. —¡Niños, dense prisa, y vayan a limpiarse esas manos! —comandó el padre pasándose un trapo de cocina entre los dedos. El rubio se levantó y siguió a los dos jóvenes al sanitario, mientras bromeaban y se retaban mutuamente, se salpicaron agua y el menor refunfuñó; esperó a que los dos terminaran su alboroto y entró a lavarse las manos con jabón, olor a manzana y canela... Olor al pasado. Las vacaciones. La cabaña de los abuelos, jugando con su hermano mayor, Alan, aunque siempre lo llamaba Dutch. Solían ir de cacería de vez en cuando, sus orígenes holandeses llamaban la atención en el vecindario, siempre. —¿Oye, Richard? —preguntó el hijo mayor, de unos trece años, era delgado y tenía buena forma, entallado por una bermuda y una playera de los Bulls de Chicago, era de expresión escuálida y daba la impresión de siempre tener sueño, pero su voz reflejaba harta energía— ¿Alguna vez has pensado en actuar como doble en una película de acción? Schaefer sonrió recordándolo: el chico quería ser actor. —No lo creo. El chico sonrió. El teléfono sonó a lo lejos. —Eres como esos tipos de las películas de Bruce Lee o de Jackie Chan. Rasche había encendido el televisor en el comedor. —Si quieres ser actor te recomiendo ver El Padrino en lugar de las películas de Jackie Chan. —¡¿Qué tienes en contra de Hollywood, Richard?! El detective reprimió otra sonrisa y empezó a secarse las manos. —Aunque tienes razón, viejo... Estás pasado de moda, los protagonistas musculosos estaban de moda en los ochenta. —¿Y qué hay de Los Indestructibles? —Ah, esa película es una mierda, no puedes negarlo. —Una película no necesita ser buena para hacerse un clásico memorable, hay clásicos que son igual de malos y la gente no se atreve a admitirlo. —Como La Biblia ¿No, Richard? —se burló el hijo de Rasche entre risas. Su madre era cristiana. —¡Schaef, tienes que ver esto! —gritó Rasche cubriendo la bocina del teléfono que tenía cerca de sí. Richard y el adolescente caminaron hasta el comedor, donde la pantalla de la televisión transmitía las noticias de la CNN desde su característico estudio policromático, con la barra de texto deslizándose abajo con el pronóstico del clima. Riggins hablaba en voz baja por el teléfono, señaló el televisor y le pidió a Shari que elevara el volumen, los chicos tomaron un aperitivo de Lay's mientras todo mundo se ocupaba en algo. —Atacaron en el metro. —afirmó Rasche negando con la cabeza. La conductora era clara... —... policía ha arribado a la estación hace unos minutos y la noticia ha desatado el pánico entre los usuarios del metro que observaron las puertas abrirse. —se hizo un acercamiento a su rostro—. No se ha permitido la salida a nadie y los vídeos no se han hecho esperar. Por respeto en este noticiero, no los vamos a transmitir. —Dios mío. —soltó Shari al cambiar de canal. Otro noticiero, el de Alfred Lee Jones, estaba pasando en esos precisos momentos una desgarradora escena. LAS SIGUIENTES IMÁGENES SON ALTAMENTE EXPLÍCITAS, PUEDEN HERIR SENSIBILIDADES. SE RECOMIENDA DISCRESIÓN. Se veía a un grupo de personas de pie, comunes y corrientes esperando, observando sus relojes, cuando de repente una masa metálica chispeando se detenía y sus puertas se abrían liberando un charco con color de muerte, el vídeo estaba completamente mudo, sin el menor ruido, y era escalofriante el momento en el que casi toda la pantalla se oscurecía y se hacía acercamiento a un círculo blanco que enfocaba perfectamente uno de los cristales rotos del costado. Los dos muchachos contemplaban la escena maravillados. Shari cambió de canal de inmediato. En este había una reportera con piel de color, parada al pie de unas escaleras señalando con el camarógrafo a un grupo de forenses que sacaban a rastras una bolsa húmeda y la llevaban a algún sitio con lo que indudablemente era un cadáver dentro. —Tengo que ir. —dijo Richard. —Pero dijeron que los habían retirado del caso. —señaló Shari mirándolos por encima del hombro. Rasche colgó. —Esta vez estoy de acuerdo con Richard, hay un sobreviviente que está llamando la atención. —¿Qué? —Sí, acaba de llamarme Bernie. Y parece que el sobreviviente ha repetido un nombre desde que lo encontraron en la primera inspección. —¿Qué nombre? —preguntó Shari con el ceño fruncido. —Schaefer. Bernie, el pelirrojo que los había llamado para escuchar el misterioso testimonio de Lionel, se estrujó bajo su uniforme sintiendo algo de frío incluso en el clima de horror selvático que incineraba la ciudad, cuando vio a los detectives Schaefer y Riggins descender por las escaleras hacia el equipo de policías que trabajaban la escena. Un oficial intentaba detenerlos, pero no le prestaron atención mostrando sus placas de detectives. —¡Maldición! —gritó Bernie señalando a Rasche— ¡Los van a suspender si McComb se entera! Las luces blancas de la estación aclaraban sus rostros, haciéndolos sombríos y sobre expresivos. El tren del metro estaba detenido a sus espaldas, la mayoría de los vagones estaban en esencia intactos, con las luces encendidas y totalmente vacíos, sucios, nada fuera de lo normal, amarillentos y podridos por el tiempo y las bacterias, y el mal trabajo de los conserjes. Los últimos dos eran un caos. Largas salpicaduras de sangre, cruzando de un lado al otro del cristal. Y una enorme abertura en el techo en el final. —Lo abrieron por fuera... —observó Schaefer pasando de largo. —Es cierto, Sherlock. —replicó Bernie acompañándolos entre el sinnúmero de policías que andaban de un lado a otro, y pasaban pegándoles en los brazos con el codo, tomando fotos, muestras, intentando crear orden entre aquella masa caótica de muerte y destrucción. —Alguien rompió ese cristal desde dentro. —dijo Rasche señalando una de las ventanas con los trozos señalando hacia el exterior, rojos en la orilla, filosos. —Oh sí —Bernie asintió—, había un guardia de seguridad armado, de hecho, varias personas lo estaban, hay muchas balas... pero a ese guardia lo lanzaron por la ventana y se destrozó por el impacto y la velocidad, sus restos abarcan casi veinte metros de vía... Las brutales condiciones del interior los sofocaron en cuanto optaron por acercarse. Les explicó el pelirrojo que había un numeroso grupo de personas sobrevivientes, madres de familia, inofensivos estudiantes y una pareja de esposos, amigos y uno en particular, un fanático del teatro de Broadway que los había sorprendido con una dramática narración de lo que había vivido, contándoles que el atacante se había posado justo enfrente de él, lo había observado fijamente por unos segundos, poco después de haber lanzado a alguien por la ventana, y lo dejó vivir, lo dejó atrás y pasó de inmediato al siguiente vagón, buscando a alguien, seguramente. —Schaefer —puntualizó el de cabello rojo con los ojos abiertos como platos—, estoy seguro de que te van a llamar cuando reporten que ha estado repitiendo tu nombre. —¿Quién? —¿No te lo dijo Rasche? Por Dios, estaba sangrando por el cuello, le clavaron un objeto extraño y se lo llevaron de emergencia al hospital general, estaba trastabillando y tenía las manos heladas, congeladas y aferradas como tenazas a su mochila desgarrada como por un tigre, el corte era enorme, de catana... Nunca había trabajado con Ken Koharu, pero estoy seguro de que no volverá a ser el mismo... Por último, les explicó que un vendedor ambulante que metía audífonos y electrónicos de contrabando fue quien lo vio, aseveraba estar de pie cuando el metro llegó de forma estrepitosa y con los dos vagones de atrás hechos trizas, y al abrirse las puertas, mientras todo mundo corría en un griterío digno del Súper Tazón, se quedó pasmado por el pánico y pudo ver a un ente oscuro, entre las sombras de las luces apagadas, colgando a alguien sin cabeza. En eso, McComb apareció de la nada acompañada por un hombre de tez morena, con barba de candado y el cabello a corte militar endurecido por la cera hacia atrás, con una chaqueta negra y un cuerpo fibroso, de rasgos simples y confundibles. Era el agente Jeremy Trout, se presentó con ellos mientras McComb no disimulaba su ira con los detectives. —¿Él es el detective Schaefer? —preguntó Trout a McComb. La capitana asintió con formalidad. Jeremy sonrió con aire formal y extendió su gorda mano hacia el rubio. Al estrecharla Schaefer comprobó no sólo que esta era terriblemente suave como la de alguien que nunca en su vida ha tocado un trapeador o detergente, sino que era bastante fuerte, y quería demostrarlo apretando con una fuerza particular. —Me gustaría hablar con usted. —dijo con voz de maestro y le hizo la seña de que esperara un momento, se giró hacia McComb—. Bueno, capitana, aquí no resta más que recoger los trozos ¿Sus conserjes pueden con esto? —Por supuesto. —Bueno, en ese caso, detective. Sígame. Rasche había vuelto a casa solo, en el Tsuru, de seguro ganándose algún reproche de su mujer, y de Amanda McComb. Schaefer, en cambio subió al Audi negro de Trout, conducido por un misterioso hombre de proporciones épicas que recordaba a los guerreros romanos del Coliseo, una mezcla entre vikingo y hombre de las cavernas con un audífono blanco en el oído, El chófer, con su complexión de toro, cerró la mampara cuando Trout subió y se sentó a un lado del detective. —Su nombre es Andy, suena irónico, pero es inofensivo. —dijo rascando su barba de candado, sacó una pistola Magnum de su sobaquera y la descargó ágilmente dejando caer el cartucho en un portavaso—. Pero tiene una Desert Eagle bajo su asiento todo el tiempo. Richard veía la sombra del minotauro proyectada en el cristal negro que los separaba del frente. —¿Quiere algo de beber, detective? —No, gracias. —Bueno, supongo que su amigo pelirrojo, ¿Bernie? Ya le informó que el forense Ken Koharu presenció un ataque bastante inusual, y creo que como detective sospecha que está frente a un caso interesante ¿no? —Lo dice como si fuera algo importante. Trout ignoró por completo el comentario. —Créame, esto es grande. Y su amigo Koharu no paraba de repetir que necesitaba hablar con el detective Richard Schaefer ¿Sabe por qué? —No. —Bueno, justo ahora vamos al Hospital General, así que vamos a descubrirlo ¿qué le parece? Lejos, en un recóndito y humilde barrio cerca del Hudson, lejos de miradas curiosas y con las patrullas cercanas extorsionadas y amedrentadas, Carr se daba una ducha tibia frotando sus heridas por la masacre en guarida de Lamb. Estaba perdido en sus pensamientos cuando una profunda rabia lo acosó al encender el televisor. Un numeroso grupo de hombres fumaba y contaba cartuchos, mercancía y balas en el salón, los convocó a todos y cada uno para presenciar las imágenes que emitía la pantalla. La misma conductora del programa de Los Más Buscados se encontraba en un estudio televisivo narrando los funestos acontecimientos sucedidos en el metro de la ciudad, infundiendo pánico en la sociedad por temor a una nueva era terrorista, algo tan catastrófico como un once de septiembre, pero en magnitudes diferentes. Carr señaló la fotografía borrosa y medianamente censurada de un cadáver colgado sin piel, y enfureció ante ello, sabía que el mismo responsable de esto, era el que lo había humillado dejándolo herido en la falsa reunión de paz con Lamb. —Esta ciudad me pertenece... —dijo con voz siniestra, ronca y profunda—. Quiero muerto al responsable de esto, quiero su cabeza, al precio que sea, corran la voz, y empiecen a cazar a ese infeliz. Todos lo observaron atónitos y extasiados, estaban medianamente sobrios y se metieron algunas unidades por la nariz o por las venas. Sacaron sus navajas y honraron a su líder dispuestos a hacer correr la sangre por las calles. La cacería acababa de empezar. Y de pie sobre del Empire State, el cazador cargaba un trofeo en sus manos, una columna vertebral amputada con todo y el cráneo de quien había sido su portador, se hizo visible observando el panorama urbano de luces y edificios de la ciudad, rugió y se preparó para liquidar al siguiente objetivo de su lista.
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aipkeeena
Honorable Moderator
el dia que termine el fic , dejare mi mayor legado en ésta vida
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Post by aipkeeena on Jan 20, 2020 8:06:25 GMT 2
puedes imaginare todo lo que ha sucedido, ahora se vera quien es el cazador y quien la presa o.O
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Post by clowdown on May 31, 2020 0:46:16 GMT 2
puedes imaginare todo lo que ha sucedido, ahora se vera quien es el cazador y quien la presa o.O Capítulo 8 El olor de los hospitales es amargo y químico, a muerte y linóleo. En su juventud e infancia pocas veces recordaba haber visitado un hospital, y lo agradecía. Fomentaba siempre una precaución férrea y hasta paranoica entre sus compañeros del octavo grado. Y es probable, que de haber podido jugar baloncesto con casco, el ingenuo Richard Schaefer lo habría hecho. Recordaba claramente un incidente durante un partido de basquetbol: uno de los estúpidos machos alfa lo había retado… —Detective. —pronunció el agente Jeremy Trout con su voz coral, devolviendo al aludido al presente—. El forense Koharu ha salido de la terapia intensiva. ¿es cierto que participó en la detención del Estrangulador de Brooklyn junto a usted? Richard contestó afirmativamente, estaba encorvado, con el saco cubriéndolo de la molesta aclimatación fría como la morgue, sentado en una de esas incómodas sillas con medio respaldo nada más, adheridas a la pared y en grupos de cuatro, a su lado un hombre de acento sureño hablaba indiscriminadamente por teléfono, usando en voz alta palabras como “negro” o “hijoputa” para referirse al jefe de piso que no le permitía ingresar al quirófano. Su escándalo terminó hasta que una delgada y prominente trabajadora se lo llevó para concilio de todos los parientes que deambulaban o dormitaban en los sillones de la sala de espera. El aspecto de Trout era bueno, a diferencia del rinoceronte, Andy, que gracias al creador estaba esperándolos en el auto aparcado varios pisos abajo, bebiéndose algo que tal vez era sangre o bilis. —Ahí viene el médico. —indicó Trout acariciando sus tirantes, parecía más un modelo de ropa que un malhumorado agente del FBI. Y tenía razón, una doctora de cintura amplia y ojos perturbadoramente verdes como las vísceras de un insecto venía charlando con el mismo hombre de color que no era más que el jefe de piso. Ella le tocó el hombro y le dio unas palmaditas antes de mandarlo al diablo. Se acercó hasta ambos hombres que mostraron sus placas. —Soy la doctora Jacobson —se presentó quitándose los lentes y pidiéndoles cordialmente que guardaran sus identificaciones—, vengo de intercambio y entiendo que necesitan hablar los dos con él, pero el señor Koharu está consciente y parece mostrarse insistente en hablar a solas con el detective Schaefer ¿es usted? Señaló a Trout, pero éste negó con la cabeza y asintió en dirección al susodicho —Sígame. —comandó tendiéndole un cubrebocas en bolsa de plástico. Él acató no sin antes atender el mandamiento de Trout. —Infórmeme de cualquier cosa importante que le diga Koharu. —Creo que el sobrepeso del señor Koharu le sirvió para evitar unas fuertes contusiones. —formuló la doctora Jacobson guiándolo hasta una serie de cortinas blancas enumeradas, en un pasillo donde el silencio consumía el sonido de los pasos y el tecleo y los teléfonos en una sopa de aire acondicionado, jadeos, tanques de oxígeno y pequeños murmullos sonando— ¿Usted lo conoce? —Trabajamos juntos en un caso. —dijo Richard—. Lo dice como si fuera algo importante ¿qué es lo que tiene? Jacobson se detuvo de golpe y lo miró fijamente, aunque él era veinte centímetros más alto que la doctora de uno sesenta, no le importó. Estaban justo frente a la cortina número siete y ella sujetó por un costado. —No sé qué es lo que tenga que contarle su amigo Koharu, pero a mí prefirió ocultármelo, tengo que llenar documentos y bueno… —tiró de la cortina lentamente y a través de la oscuridad cruzó el haz de luz del pasillo, iluminando el cuello del joven forense asiático de veinte años, en el cual había un círculo metálico de color gris similar a un piercing, y de tamaño apenas más grande al de la uña del meñique, clavado justo al lado de la yugular, con rastros de líquido coagulado alrededor—. No todos los días llega un paciente con uno de esos. Entonces, como un monstruo, entre las sombras se abrió un ojo brillando con la pupila totalmente dilatada. *** —Rasche, deberías venir a dormir conmigo. —dijo mi esposa, Shari, bajando la intensidad de la linterna para leer, dejó su libro de publicidad a un costado del buró y me vio a los ojos con cierta lástima. Le dije que todavía no, que no podía. Mi amigo Schaefer estaba solas con un agente barato del FBI haciendo no sé qué cosas, siendo interrogado por el asunto de aquella noche, todo era muy extraño y empezaba a ponerme nervioso, los testimonios del aura invisible, lo que Schaef vio en el edificio de enfrente cuando entramos a la guarida de Lamb y los cuerpos despellejados. Algo muy grande estaba engendrándose en la ciudad y no me dejaba dormir. Acababa de cerrar la computadora de mi hijo, busqué tanta información como pude y estaba aterrado, las fuentes eran dudosas, pero coincidían bastante bien con lo que nos enfrentábamos. Un asesino experimentado, viejo. Un sitio que llamó mi atención estaba en español, y tuve que traducirlo con Google para comprender, le llamaban en Sudamérica “el Diablo”, un demonio que venía en verano y se llevaba hombres como trofeos. En mi mente sonaba “el diablo, el diablo.” Me asomé por la cortina mientras Shari me daba la espalda y vi las estrellas, y aunque nunca les prestaba atención, pude notarlo, tal vez mi amigo tenía razón: Había algo distinto en ellas. Y como si hubiera leído mi mente, Schaef me llamó por teléfono. Estaba por contarle todo lo que descubrí en la red y podría estar relacionado con el caso, pero él se me adelantó contándome que Ken Koharu estaba consciente y había pedido hablar a solas con él. Koharu era joven pero no estúpido; según me contó Schaef, había tomado a escondidas la punta de algo parecido a una lanza cuando Jeremy Trout se fue de la morgue, tras pedirle absoluta confidencialidad. El primer punto estaba justificado, la privacidad de McComb también: el gobierno quería todo encubierto, y por eso las noticias casi no hablaban al respecto y se enfocaban en las víctimas y en hacernos creer que la guerra de pandillas ardía en el verano. Por lo visto Ken tuvo que visitar a un metalúrgico amigo suyo que revisó la punta con análisis digitales y la prueba de carbono 14. El resultado que arrojó fue sorprendente: aquella punta tenía una composición química desconocida, no coincidía con ningún elemento de la tabla periódico y tenía una resistencia al ácido sorprendente. Y el carbono catorce era peor: el objeto tenía más de ciento cincuenta años de antigüedad. Lo primero que se me vino a la mente fue una secta, pero no, la historia continuaba. Koharu volvía en el metro, pensando, tenía en su poder una cosa de otro mundo. Y por lo visto su dueño lo sabía, porque cuando el tren empezó a avanzar en las tinieblas del túnel, las luces se fueron y un cuerpo entró de golpe rompiendo el techo del último vagón. Era invisible y asesinó a dos sujetos que intentaron defenderse, mientras todo mundo corría al vagón de enfrente por esas malditas puertas que son jodidamente estrechas y con una sola ventanita, tomó a un hombre musculoso que arremetió contra él y lo propulsó al exterior rompiendo la ventana con su cuerpo y reventándolo en pedazos. Schaefer me explicó en voz baja que aquella criatura provocó la ira de la gente que iba armada en el subterráneo, rápidamente los aniquiló sin darles la menor importancia, iba por Koharu, quien en ese preciso momento notó que algo brillaba en su mochila, el ente invisible ronroneó al verlo, se acercó lentamente estrangulando a otro hombre con total naturalidad, entre los gritos, los golpes de auxilio. Cuando Koharu abrió su mochila descubrió que aquella punta de lanza estaba parpadeando. Me sobresalté, le pregunté a Schaefer: —¿Y si era algún tipo de rastreador? —Eso mismo he pensando, pero hay más, esa cosa le clavó el objeto a Ken en el cuello y ahora lo tiene incrustado en una zona que de intentar sacárselo podríamos matarlo o dañarle las terminales nerviosas centrales y dejarlo paralítico. Los datos eran avasalladores: el asesino era definitivamente experimentado y con conocimientos quirúrgicos precisos. “Jack el destripador —pensé—, las hipótesis sugerían que era un médico. Uno de sus crímenes requirió más de una decena de hojas para escribir todos los daños que hizo a la víctima.” Por lo visto nos enfrentábamos a alguien equiparable al legendario Jack El Destripador. ¿Cómo íbamos a llamarle? ¿Fantasmón el Desollador? Me reí forzado, nervioso. No lo sabía, y no me importaba. Pero a mi amigo sí, a pesar de la orden de la capitana Amanda McComb de salirnos del caso todo estaba claro. Y la presencia del gobierno no ayudaba para nada. —¿Qué harás ahora? —pregunté agarrándome la frente, empezaba a sudar por toda la cantidad de información que acaba de escuchar. Mis hijos iban a la escuela, salían con sus amigos y viajaban en el metro, mi esposa trabajaba en una agencia de publicidad reconocida cerca de Times Square y yo era policía, cercano a Ken Koharu. Me sentía en peligro en Nueva York. La ciudad nunca había sido segura, pero esto era demasiado. Tenía que sacarlos de Nueva York cuando antes o por lo menos asegurarme de que estaban lejos del rango de juego, la reina enemiga acababa de hacer un movimiento y estuvo cerca de eliminar a nuestro caballero Koharu del tablero… y el policía (Little) que había desaparecido buscando a Schaef en el drenaje. —¿Qué haré? —suspiró en voz baja mi amigo—. No lo sé todavía. Si McComb o el agente Trout se entera de esto van a encubrirlo por completo, y Koharu sabe cómo funcionan estas cosas porque ha trabajado para los federales, tiene miedo de que quieran silenciarlo y de paso sacarle lo que tiene incrustado. Creo que hablaremos con la doctora, necesitamos evitar que hagan algo así. Podrían ponerle un collarín o una venda, aún no sabemos. Estaba a punto de preguntarle por cuánto tiempo lograría ocultar la verdad, a veces Schaef pecaba de ágil, lo conocía mejor que mi misma esposa, que por cierto dormía en silencio con la luz de lectura encendida, caminé lentamente a apagarla y entonces mi amigo del trabajo, mi compañero de unidad y patrullaje se agitó, rara vez se sobresaltaba, casi nunca, y eso me inquietó. Vociferó algo como “maldita sea” antes de alejarse de la bocina. Colgó en ese momento. No pensaba llamarle, era una estupidez, si él quería ocultar que estuvo hablando conmigo era una tontería llamarlo y que el sonido del timbre lo delatara. Así que apagué la luz y me quedé nada más con el brillo de la pantalla del BlackBerry. Suspiré y tomé la mano de Shari. En ese momento olvidé el asunto de su amigo, con el que iba a comer, lo lejana que la sentía, lo fría. Ya no había regalos y casi todas las cenas especiales eran con los niños. Tal vez empezaba a arrepentirse de haberse casado con alguien como yo. Tal vez me era infiel o por lo menos consideraba serlo con alguien mejor. Es decir ¿qué de especial podría tener una detective con algo de sobrepeso y un cabello desastroso? Yo no era muy social, igual a Schaefer, no era muy cómodo en las fiestas y era bastante serio, ¿amargado? Prefería ver las animaciones de Discovery con mis hijos en los días libres que salir al parque con ella. Aun así no quería perderla. Le di un beso en la mejilla y la desperté, le conté todo lo que había sucedido en la estación, me tomó de la mejilla mientras me oía, afligido y cansado. El verano era la ventaja, las vacaciones de verano según ella eran la excusa perfecta para llevar a los niños con sus padres, pero ella no dejaría Nueva York. Quería arder en el infierno conmigo. Y en lugar de besarla, de decir algo romántico o agradecerle, la tomé de la mano y me recosté a su lado, pero a diferencia de ella yo no pude dormir ahora. El BlackBerry vibró y lo tomé. Era un mensaje de Bernie, tan terco como siempre, pero su tenacidad y su enorme nariz que siempre metía empezaba a agradarme, tenía información de último momento: todo mundo en la comisaría estaba al tanto de que Carr acababa de ofrecer una recompensa por la cabeza del asesino transparente. Esperaba que “el Diablo” jamás se enterara, porque si el diablo sabe que uno lo está buscando, lo mejor es tener miedo y rezarle a Dios. *** Una furgoneta Ford negra con ocho hombres en su interior, tenía un equipamiento tecnológico en la parte de atrás, había cuatro sujetos uniformados de color gris tecleando en los ordenadores dispuestos a un costado del vehículo que avanzaba a toda velocidad por el puente de Brooklyn. Los soldados de la OWLF habían estado siguiendo al cazador, su rastro era cada vez más claro desde la última vez. —Muy bien, caballeros. —dijo en voz alta en líder, a través de la radio, iba al lado del conductor y golpeaba la mampara de cuando en cuando—. La última vez lo tuvimos en Los Ángeles en el 97, así que no es la primera vez que lo combatimos en ciudad. El tráfico crecía en el puente, las nubes brumaban y rayos empezaban a caer entre los cúmulos. Relámpagos azules brillando en los edificios. Cruzar el puente era primordial. El equipo de la OWLF había aprendido suficiente en los últimos años sobre cómo rastrear a los cazadores. —Tuvieron contacto con él en el metro —indicó el conductor—, sabe que lo hemos estado siguiendo durante el último mes, debemos tener cuidado. —Espera, ¿qué es eso? De la nada, una silueta fue visible en el puente, cayendo justo en dirección a ellos antes de desaparecer. El parabrisas de la furgoneta se quebró en mil pedazos y los cristales se proyectaron al interior clavándose en los cuerpos del chófer y el copiloto. Si bien no murieron por esto, sí lo hicieron cuando una poderosa cuchilla de muñeca los mutiló haciendo al auto perder el control, se salió del carril yendo a parar contra el límite del puente. Los seis hombres restantes amartillaron sus armas recuperándose del impacto, el tránsito de autos continuaba a la normalidad, por la velocidad del carril no les permitía detenerse sin ocasionar un accidente. Los números de emergencias al 911 en cambio sí recibieron la notificación. Contrario a lo que mostraban las películas, salir disparado del puente era de lo más difícil dada la arquitectura de éste, precisamente diseñada para mantener a los coches en su interior todavía con choques de magnitudes altas. Sin embargo, eso no detuvo las intenciones de su atacante. Comenzaron a disparar desde el interior de la furgoneta mientras eran empujados lento al fondo del Río Hudson, la puerta de atrás se rompió y pudieron ver con claridad al cazador volviéndose en su totalidad visible. Sus rastas negras ondeaban en el viento y se iluminaron con un poderoso relámpago en el cielo. Aterrados, los oficiales de la OWLF intentaron hacer algo antes de que el tiempo se les acabara, uno de ellos trató de sostener una radio con el fin de notificar a alguno de sus superiores, pero era tarde. Un pequeño dispositivo rectangular cayó en el interior del vehículo con luces rojas apagándose en cuenta regresiva. Y la gravedad hizo lo suyo. El cazador se volvió invisible entonces, pero en lugar de huir, se quedó estático viendo la furgoneta caer hasta las aguas y hundirse abruptamente en ellas, seguido de un destello azul y una explosión levantó una ola en el río consumiendo cualquier rastro de los uniformados que habían estado hostigándolo.
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aipkeeena
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el dia que termine el fic , dejare mi mayor legado en ésta vida
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Post by aipkeeena on Jun 1, 2020 6:48:11 GMT 2
el cazador se ha lbrado de sus persecutores o.o
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