Escapar del infierno
—Tienes hambre ¿No es así?
Una voz masculina formuló aquél cuestionamiento, proveniente de algún rincón de su celda. Charles giró su cabeza abriendo los ojos como platos. Tragó la poca verdura que tenía en la boca y dejó el plato a un lado. Momento... ¿Verdura? ¿No se suponía que ese lugar era horrible? Para ser la prisión más segura daban de comer algo digno.
—Es de mala educación no responder —continuó diciendo el hombre—. Supongo que porque eres nuevo...
Scott se levantó. Su traje llevaba el número 999 en la zona del corazón. Dio un par de pasos hacia el fondo de su calabozo. Su mirada quedó frente a la pared gris. Suspiró antes de responder.
—¿Quién eres?
—¡Hasta que te dignas! Hijo... Las preguntas no se responder con otras preguntas.
999 recargó su cabeza al muro con un golpe. Parecía un niño castigado por su madre. Hizo una mueca con sus labios. En su mirada se notaba una tristeza casi infantil. Cerró los ojos. ¿Voces en mi cabeza? —pensó—. Me llamó hijo.
—Estoy desorientado —dijo finalmente.
—¿Y eso te quita los modales? Novato, ya hice dos preguntas y respondiste una que ni siquiera te hice.
—Sí —entornó los ojos—. Tengo hambre. La verdura no me bastó. Y no, estar desorientado no me quita los modales.
—¿Verdura?
—¿Y quién eres tú? —Scott se dio media vuelta. La voz del sujeto provenía de su derecha.
Fue entonces cuando lo pudo ver. Una pequeña ventilación ubicada en una esquina inferior de la pared gris. Giró su cabeza lentamente y vio otra idéntica en el otro lado. ¿Acaso nos permiten comunicarnos con el vecino de al lado?.
De ser así, el arquitecto habría sido bastante considerado con los reclusos dándoles un pequeño obsequio, obsequio que era apenas visible gracias a la oscuridad de la celda, la iluminación grisácea del pasillo se flitraba por un par de pequeños tragaluces en la parte parte media superior de la puerta.
Suspiró.
—Novecientos noventa y ocho —dijo con cierta presunción en su tono de voz.
—Ese no es tu nombre... Ese es tu número de identificación.
—Novecientos noventa y ocho es mi nombre desde que llegué a El Casillero —refunfuñó la voz—, ¿Acaso no te explicaron en el boletín de nuestras vacaciones?
—Y tu anterior nombre... ¿Cuál era?
—Una vez ingresado en El Casillero el prisionero sólo podrá referirse a sí mismo por el número de identificación, mismo que se le dirá durante su llegada...
—Entiendo... Yo soy novecientos noventa y nueve.
—No lo pregunté.
—Pero debía decirlo.
—De hecho no. Por sentido común si yo soy el 998 y tú llegaste después de mí, eres el 999.
Charles no pudo evitar sonrojarse al sentirse como un tonto. A veces el protocolo no tiene sentido, pero la costumbre suele superar al razonamiento. Si a un niño se le enseñaba que la suma de dos más dos era tres, y él se acostumbraba a tal respuesta, aunque supiese hacer adiciones con fracciones y decimales a la perfección, existía una gran posibilidad de que el niño continuara creyendo que el resultado de la operación '2 + 2' era '3'.
Si bien, el ejemplo era burdo, ilustraba a la perfección la ironía del comportamiento humano.
—Bien... EScott se recargó en la gélida pared, provocando que un tenue escalofrío recorriera su espalda como una serpiente.
Charles intentó pensar en algo que la fuese útil ahora. Observó su brazalente con detenimiento. Pudo ver reflejados sus tristes ojos verdes como el jade, eran más oscuros que todos los ojos de ese color que había visto. Era el mismo color de una pequeña luz enmedio del aparato, como advirtiendo que se encontraba encendido. Acercó el dispositivo a su cara, para escrutarlo.
—¿Por qué estás aquí? —cuestionó 999 mientras palpaba la superficie del brazalete. Entrecerró los ojos.
—Mis formas de divertirme son diferentes a las que la sociedad acepta.
—Qué rudo. Debe ser duro ser arrestado.
—Yo no fui arrestado.
—¿Oye? ¿Llevas un brazalete electrónico?
—Todos llevamos uno.
—Interesante... Yo conozco estos aparatos.
—¿Eras técnico o algo así?
—No recuerdo nada. No lo sé, pero me resulta familiar... —mientras seguía tocando la superficie metálica pudo sentir la pieza que, sin saber por qué, buscaba. Usando su uña, intentó levantarla. Era como esa parte plástica con la que se cubren las baterías de un control remoto para TV— Y creo que puedo desarmarlo...
Lo abrió.
Lo único que pudo ver, no fue nada alentador. Una letra en color dorado. La «W».
Repentinamente, sintió como si le golpearan la nuca con un bate de béisbol. Gritó apretando los dientes.
—Industrias Weyland —pronunció una robótica voz femenina en su mente—: Contruyendo mundos mejores.
—Mi nombre es Peter Weyland Tescuchó también en su cabeza—. Dejadme cambiar el mundo.
Perdió el equilibrio y se derrumbó boca abajo en el piso de su celda. Escuchaba a 998 preguntarle qué sucedía. Charles soltó un gemido al tiempo en que comenzaba a sudar frío. Recargó su cabeza al suelo La voz de su compañero seguía tranquila.
Scott intentaba usar ese momento para hallar algún otro dato sobre su pasado. Pero no podía. Lo que fuera que pasaba por su mente lo hacía de forma brutal.
De repente escuchó un siseo. Similar al silbido de una serpiente.
Levantó la mirada y lo vio otra vez.
En total quietud, la criatura sin ojos se posaba al otro lado de su celda, apenas visible gracias a la escasa iluminación. Su piel negra brillaba, húmeda. Su larga cabeza apuntaba a él, de su barbilla, hilos de saliva caían al suelo con lentitud.
Con agresividad, sus labios negros como la muerte se abrieron soltando burbujas como un animal rabioso, revelando una dentadura blanca que reflejó el petrificado rostro de pavor que tenía Charles.
Entonces, con agilidad infernal el monstruo saltó directo hacia él lanzando un chillido bestial y agudo que le rompió los tímpanos en un milisegundo.
Scott cerró los ojos listo para morir.
Y luego, sólo hubo silencio.
Ni muerte, ni un monstruo. Abrió los párpados hiperventilando.
La celda estaba totalmente vacía.
—Es de mala educación no responder —seguía hablando 998 cuando el sentido del oído volvió al ojiverde.
—Lo siento —replicó Scott respirando con normalidad—. Una alucinación.
—¿Consumías drogas?
—¡Que no recuerdo nada! ¡Maldita sea!
—¿Amnesia? ¿Disparo en la cabeza?
—¡Deja de hacer malditas preguntas! —Scott se puso de pie con violencia y corrió hasta el retrete.
Rojo de ira, comenzó a golpear su brazalete contra el inodoro de porcelana. La pieza con la «W» se partió por el impacto, permitiéndole ver lo que anhelaba encontrar por alguna razón que él mismo desconocía.
Un pequeño panel con un interruptor y dos tornillos de acero en cada lado.
Si tiene tornillos se puede desarmar.
No pensaba pasar otro día en esa prisión.
Cuando presionó el botón, se activó la descarga eléctrica del dispositivo. Fue más leve que la anterior. Usando un pequeño pedazo de porcelana, resultado de su arranque de ira, quitó los tornillos.
—Un dispositivo para detectar el pulso cardíaco —dijo finalmente.
—Espera... ¿Lo abriste?
—Sí...y creo que podré hacer más. Esta clase de dispositivo sólo detecta movimientos básicos, no establece un ritmo cardíaco preciso. Si capta algo, es un sujeto vivo; si no capta nada, es un sujeto muerto.
—¿Y qué harás? ¿Quitarlo?
—Exacto. Y tengo el lugar perfecto para que siga captando algo: La ventilación —Charles se acercó al ducto por el cual ingresaba el aire. Una pequeña vibración se sentía.
Con cuidado y premura a la vez, retiró la pequeña pieza cuadrada de color blanco, y la lanzó al interior de la ventilación.
Esperó por unos segundos.
—Funcionó —suspiró con una sonrisa.
En ese preciso momento, la puerta de su celda se abrió. El brazalete le electrocutó con mayor intensidad.
—¡999! —exclamó un guardia uniformado desde la puerta. Extendió un arma y la apuntó directo al pecho de Scott.
—¡No! ¡Por favor!
Pero su súplica no fue efectiva.
Dos disparos bastaron para reducirlo.
Conforme perdía la conciencia. El guardia caminó hacia él. Habló con eficiencia.
—Quería irse... Lo logró.